1841-1873)
EL MAYOR
(Otro anexionista cubano, al que los historiadores de Cuba le ocultan sus verdaderas intenciones y lo disfrazan de independentista. Mentiras de nuestra historia manipulada. J.R.M.)
Las culturas agresivas guardan en su memoria como mitos más valiosos, como temas preferentes de su narración histórica, todo lo relacionado con la épica de la conquista del poder, los estallidos revolucionarios, los gritos insurrecionales y los martirologios en los períodos rupturistas. En la tradición política hispanoamericana, las guerras de independencia, han sido interpretadas envueltas en una aura romántica e idealista que las ha transformado en epopeyas épicas nacionales. Según esa epopeya nacional, hombres de armas iluminados por los ideales de libertad y justicia, líderes arrolladores que contienen y movilizan todos los elementos del prototipo del héroe romántico, alzaron a sus pueblos contra la opresión del siempre tiránico gobierno español.
La figura de Ignacio Agramonte, reúne todos los elementos del mito imprescindibles para construir la epopeya nacional. Es difícil no sentir de inmediato una gran admiración y simpatía por este protagonista indudable de la historia de Cuba.
Nació en Puerto Príncipe (Camagüey) en diciembre de 1841, hijo de Ignacio Agramonte Sánchez, rico abogado de familia muy antigua en Cuba y Filomena Loynaz y Caballero, de familia no menos ilustre. Los Agramonte eran una distinguida dinastía de letrados, su tío abuelo, también llamado Ignacio, fue alcalde y colaborador de Gaspar Betancourt Cisneros, el Lugareño, durante la construcción del ferrocarril de Camagüey a Nuevitas.
Estas mismas familias (los Betancourt, Agüero, Loynaz.) fueron, a la altura de 1808, encendidos patriotas españoles y realistas. Se opusieron a los proyectos abolicionistas de las Cortes de Cádiz y aceptaron encantados el absolutismo de Fernando VII que les garantizaba libertad de comercio, mantenimiento de la trata, desestanco del tabaco y un progreso económico que la metrópoli estaba muy lejos de conocer. Eran una elite criolla muy ilustrada, con gran capacidad de creación de riqueza y muy conscientes de sus intereses. Así, en 1836, expulsaron al General Manuel Lorenzo cuando intentó promulgar en Santiago la Constitución del 12, restablecida en España tras el motín de La Granja. Fueron los que exigieron un régimen de excepcionalidad para la Isla que les alejaba de la construcción liberal que se iniciaba en la Península. El régimen de facultades omnímodas del General Tacón no fue el fruto de un gobierno absolutista en España sino todo lo contrario, el fruto del gobierno más radical y progresista del liberalismo español. Al igual que los soldados que mataron a Ignacio Agramonte en 1873 no fueron los soldados del Rey, sino los soldados de la Primera República española, La Federal.
Hasta la década de los treinta Cuba aceptó mayoritariamente el régimen absoluto porque les garantizaba la prosperidad y les mantenía alejados de lo que consideraban, con mucho, el mayor peligro para su sociedad: la africanización. Si para evitar un nuevo Haití era necesario mantener un gobierno militar excepcional, valía la pena el trato.
No es difícil comprender que para los liberales progresistas que expulsaron a los diputados cubanos de las cortes de 1837, el mantenimiento de la hacienda colonial era una cuestión vital que no estaban dispuestos a negociar. Con ella se sufragó en parte la guerra carlista. A cambio de los importantes ingresos cubanos, los liberales españoles consintieron la pervivencia de la trata y el régimen de libre comercio (excepcional en el ámbito de la monarquía española). Puede decirse que una parte de la clase política española sirvió directamente a los intereses de las élites cubanas propietarias de esclavos.
La desamortización eclesiástica propuesta por Mendizábal también favoreció a los criollos cubanos, aunque no sin conflictos. Fueron capaces de sustraer muchas propiedades eclesiásticas y entre ellas secularizaron la Universidad de la Habana.
Pero la propia Cuba comenzó a dividirse entre la región Occidental esclavista y el Oriente con intereses económicos bien distintos, un fenómeno semejante a lo que sucedió en Estados Unidos entre el Norte y el Sur. Fue el Oriente la cuna del liberalismo cubano, allí José Antonio Saco, nacido en Bayamo diputado por cuatro veces de Oriente, y exilado casi permanente en Estados Unidos y en Europa, fue en uno de los primeros en plantear el anexionismo a Estados Unidos como una de las soluciones posibles de la fragante contradicción entre la riqueza económica y el retraso político. En su obra Paralelo entre la Isla de Cuba y algunas colonias inglesas (1837) planteo lo que ya Arango y los ilustrados habían propuesto desde el principio, el autogobierno, la descentralización administrativa.
Si las élites criollas habían sido inicialmente absolutistas, a mediados del Siglo XIX se hicieron anexionistas: el caso de Texas, y California era para ellos una esperanza. La expedición de Narciso López, bajo la bandera de la estrella solitaria de Texas, fue el momento álgido del anexionismo. La leyenda nos recuerda al jovencísimo Ignacio Agramonte recogiendo en su pañuelo la sangre de Joaquín de Agüero, fusilado por los españoles en 1851, como un joven Aníbal jurando odio eterno a los romanos.
Las fronteras entre anexionistas, reformistas, independentistas, autonomistas, eran muy difusas, no se trataba de partidos políticos organizados sino de tendencias que se discutían en el interior de las logias masónicas en función de las distintas coyunturas políticas e internacionales. Pero si en algún lugar ideológico tenemos que colocar a los Agramonte es entre los anexionistas. Las ideas de Cirilo Villaverde, de Gaspar Betancourt fueron sin duda las que formaron la mentalidad del joven Ignacio Agramonte. Esas ideas y sobre todo el ejemplo de los fenómenos sociopolíticos que estaba ocurriendo en los Estados Unidos.
Tras un largo periodo colonial, Estados Unidos había pasado por un ciclo revolucionario y a la altura de 1850 había logrado la primera sociedad auténticamente democrática, era el primer país que realmente había entrado en la modernidad y en una vía de progreso. Un país que comparado con los del Continente, tenía un Estado pequeño, un ejército pequeño (a diferencia de las repúblicas sudamericanas que estaban todas dominadas por dictaduras militares e inmersas en guerras civiles interminables). No había diezmos, porque no había Iglesia estatal, no había subsidio de pobres porque prácticamente no existían. Los salarios eran altos, los impuestos eran mínimos y los trabajadores podían gastar lo que ganaban en mejorar las condiciones de vida de su familia. No había policía política, no había censura, no había leyes que consagrasen las diferencias de clases. Jackson había acuñado la frase a propósito de Texas en 1843, según la cual anexionarla a Norteamérica era ³extender el área de libertad².
Tex
La propia Unión Norteamericana era un estado artificial, fruto de pactos, convenios y alianzas entre estados. Estaba hecho de trozos de papel redactados por abogados. En su Declaración de Independencia no habían usado el termino ³nación² (fueron precisamente los federalistas los primeros en utilizar ese concepto). La auténtica identidad nacional de los norteamericanos era la Constitución, la idea de respeto a las leyes, las ideas de libertad e igualdad ante la ley. Sólo con esos mimbres se podía formar a posteriori una nación multicultural y plurireligiosa. Y por fin, tras la Guerra Civil, habían resuelto en 1865 el problema de la esclavitud. Esto es lo que admiraba Agramonte y buena parte de los revolucionarios cubanos del 68. En la Proclama expedida por la Capitanía General de Ejercito liberador de la Isla de Cuba y el Gobierno Provisional de la misma, se lee: ³La naciente Unión Americana, bajo su brillantísima forma de gobierno, égida de todas las libertades modernas, modelo de cultura y civilización².
Pero regresemos a la biografía de Ignacio Agramonte: En 1855 ingresó en el Colegio del Salvador fundado por José de la Luz y Caballero, famoso por sus avanzados métodos de enseñanza. De allí pasó a la Universidad de La Habana donde llevó una intensa vida intelectual, participando en tertulias y afiliándose a logias masónicas. Se licenció en Derecho Civil y Canónigo en febrero de 1866. Fue un estudiante brillante, con sobresaliente en todas sus asignaturas. Su biógrafo Carlos Márquez Sterling lo describe como ³sereno y reflexivo menos cuando cree su dignidad o su honor ofendido. Modesto y sencillo, enemigo de la vanidad, la mentira y el engaño, inflexible contra el desorden y el vicio, valiente hasta la temeridad. Honrado en todos los instantes de la vida. Era un hombre tallado en roca².
Como los jóvenes de su clase social aprendió el manejo de las armas y era muy diestro en esgrima. Participó en varios duelos y fue herido en varias ocasiones. La imagen que nos ha legado la tradición no oculta un carácter violento.
Conservamos un documento excepcional para reconstruir la mentalidad de Agramonte en aquel momento: su Discurso de licenciatura ante el Rector y el Clausto de la Facultad de Derecho pronunciado el 8 de junio de 1866 1:
El discurso versa sobre la Administración como expresión del poder Ejecutivo del Estado. Está en la línea del liberalismo ortodoxo moderado de mediados de siglo, que intentaba una conciliación entre libertad y orden. La principal obligación del Estado es garantizar los derechos individuales que para Agramonte eran básicamente la libertad de pensar, de hablar y de obrar. ³El individuo mismo es el guardián y soberano de sus intereses, de su salud física y moral; la sociedad no debe mezclarse en la conducta humana, mientras no dañe a los demás miembros de ella. Funestas son las consecuencias de la intervención de la sociedad en la vida individual; y más funesta aún cuando esa intervención es dirigida a uniformarla, destruyendo así la individualidad, que es uno de los elementos del bienestar presente y futuro de ella².
Se trata de un liberalismo individualista, manchesteriano, preocupado por establecer limitaciones al Estado.
Tras demostrar que el gobierno debe respetar los derechos individuales, Agramonte trata de demostrar que sólo una administración centralizada de una manera bien entendida o conveniente, deja expedito el desarrollo individual. La centralización absoluta es la tiranía, la descentralización absoluta es la anarquía. Agramonte entiende por centralización la acumulación de atribuciones del poder ejecutivo, y cita como ejemplo el Imperio Romano. A este modelo contrapone (como ya hiciera José Antonio Saco) la monarquía parlamentaria inglesa que ofrece descentralización administrativa. La descentralización aumenta la capacidad de producir riqueza. ³La centralización no limitada convenientemente disminuye, si no destruye la libertad de industria, y de aquí la disminución de competencia entre los productores, de esta causa tan poderosa del perfeccionamiento de los productos y de su menor precio, que los pone más al alcance de los consumidores².
Es evidente que Agramonte pensaba en el modelo económico liberal tal como se desarrollaba en Inglaterra y sobre todo, en los Estados Unidos de Norteamérica, donde una decidida apuesta por la modernización tecnológica y la libre competencia, estaba produciendo un abaratamiento real de los costes de producción y un enriquecimiento de la población. El panorama que ofrecía la administración española era todo lo contrario, una centralización que paralizaba la iniciativa individual: ³La centralización hace desaparecer ese individualismo, cuya conservación hemos sostenido como necesaria a la sociedad. se comienza por declarare impotente al individuo y se concluye por justificar la intervención en su acción destruyendo su libertad, sujetando a reglamentos sus deseos, sus pensamientos, sus más íntimas afecciones, sus necesiadades, sus acciones todas².
Agramonte se basa en el modelo de ³estado mínimo² que podía observar en los Estados Unidos. Pocos funcionarios pero bien pagados, con independencia entre ellos que les de dignidad en vez de estar humillados por los caprichos de un superior, con una responsabilidad legal y no arbitraria. Lejos de ser convertidos en máquinas de ejecución o de transmisión, desplegarían su actividad e inteligencia en provecho de la sociedad.
³Un código único, arma regular y recursos financieros reunidos en la mano de un poder central para ser empleados conforme a la ley, serian una garantía bastante contra el federalismo, y para poder dejar a los habitantes de una localidad repartir sus impuestos, administrar sus propiedades construir sus vías de comunicación , gobernar en una palabra sus asuntos locales, que solamente ellos conocen y más directamente les interesan².
Es decir, centralismo en cuanto a los derechos políticos (código único) y descentralización y autonomía en cuanto a los asuntos económicos. Pero todos estos elementos racionales parecen estrellarse contra un Estado como el Español que no era capaz de abordar la más mínima descentralización. El discurso de Agramonte acaba con una amenaza: ³Un Gobierno que con una concentración absoluta destruya el franco desarrollo de la acción individual y detenga la sociedad en su desarrollo progresivo, tarde o temprano se encontrará con los hombres concientes de sus derechos ,y escuchará el estruendo del cañón anunciandole que cesó su letal dominación².
Era una llamada a la insurrección. Tan atrevidas palabras causaron estupor al tribunal. Todos sabían de que gobierno estaba hablando. Se dijo que de conocerse su contenido del Discurso, no se hubiera consentido su lectura, pero en aquellos momentos el prestigio de Ignacio Agramonte era ya tal que no pudieron suspenderle. Aquel era el sentimiento dominante de casi todos los universitarios cubanos y además era evidente para todos, que el régimen isabelino estaba agonizando en España. Muchos criollos estaban ya apoyando y financiando lo que iba a ser la Gloriosa revolución de 1868 en España y también en Cuba.
El flamante abogado, trabajó en el bufete de Don Antonio González de Mendoza y actuó como juez de paz. Se trasladó a Camagüey donde fundó una Academia de Jurisprudencia y desarrolló una breve carrera como escritor en las Crónicas del Liceo de Puerto Príncipe.
(Continuará)
deberiamos los españoles aprender del tal agramonte y no tener a tantos chorizos en los ministerios chupando
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