Me ha sorprendido siempre una pregunta que me han dirigido repetidas veces: «¿te gusta el dulce?» Porque lo que no me gusta ni creo que le guste a nadie, es lo amargo, ni lo agrio, ni lo desabrido. Es lo mismo que cuando me disparan la interrogación inconcebible: «¿te gusta el calor?» ¡Pues no ha de gustarme! Lo que no me place ni me conviene es el frío. Por eso allá en la inhabitable Europa, entre escarchas y hielos, particularmente desde que empecé a sentir el peso de los años, pensaba frecuentemente en retirarme a Cuba para gozar de su ambiente bienhechor. Y al cabo lo conseguí. Ojalá no tenga que desandar lo andado, como ya me ha sucedido otras veces. Pero ¡cuántos contrasentidos se albergan en el corazón del hombre! El día de mi llegada a Cuba -12 de Junio de 1906- fue de honda tristeza para mí. La satisfacción del cansado peregrino que después de vagar por montes y desiertos pone sus pies doloridos en el más apetecido oasis; mi propia satisfacción al contemplar este oasis cubano, que ha sido tantas veces para mí la lejana visión del descanso y el sosiego; mis ansias realizadas, mis logradas esperanzas y mis anhelos cumplidos, quedaron neutralizados por un sentimiento doloroso que se apoderó de mí al entrar en el puerto de La Habana. ¿Era un mal presentimiento? ¿Era una ilusión desvanecida? ¿Sería tal vez reminiscencia nostálgica, recuerdo amargo de tantos amigos muertos, añoranzas de la juventud? Sólo sé que hube de hacer esfuerzos para contener las lágrimas; no era decoroso que yo desembarcara llorando como una vieja. Al embocar el puerto, vi por primera vez, flotando en las alturas del Morro, la bandera de Cuba independiente; la saludé con respeto, pero pensé en la otra, en la bandera mía, en el glorioso pabellón de España; glorioso todavía, que los crímenes cometidos a su sombra han deshonrado a los perpetradores de los crímenes sin deshonrar la bandera. Y si es que también la han deshonrado, a pesar de eso ¡la adoro! La patria ausente y vencida es más amada, por lo mismo que patria es sentimiento. El sentimiento y la idea son dos cosas bien distintas. La idea de patria puede ser discutida; para algunos, podrá ser la patria una convención artificiosa, un territorio circuido por fronteras, también convencionales y no inmutables; para mi es algo inmaterial superior a todo eso. No la personifican ni el Estado ni sus instituciones pasajeras ni el suelo mismo, sino el alma de la raza, el pensamiento, el recuerdo, la ilusión. Pasaron, felizmente, las luchas que ensangrentaron a Cuba en tiempos no lejanos; y yo deseo, con todas las ansias de mi espíritu, que cada día se estrechen más y más los lazos de paz y unión entre cubanos e hispanos; anhelo como nadie que para siempre se olviden los agravios mutuos y, por consiguiente, ruego que no se dé intención política ni se interprete como censura para nada ni nadie lo que ahora he de decir. Fue de lucha enconada entre españoles y cubanos la segunda mitad del siglo XIX. Pero los españoles -quizá también los cubanos- estábamos divididos. Todos los españoles queríamos la conservación de Cuba para España, y más que nadie la anhelaba yo; todos quedamos entonces mantener lo que llamábamos «integridad del territorio». ¿Y qué nos dividía? Que los unos querían, solamente conservar el territorio, y los otros queríamos conservar al mismo tiempo el honor. Prevaleció la política de los primeros, y así perdimos honor y territorio. Mas no debemos desalentarnos, que los pueblos como los hombres se rehabilitan con el arrepentimiento, la confesión de sus yerros, la confianza en si mismos y la fe en lo porvenir. Los españoles podemos hoy gritar sinceramente: ¡viva Cuba! Al vitorear a Cuba, algo vitoreamos que siempre será nuestro: la lengua patria, la lengua en que los cubanos pronuncian sus apellidos, declaran sus amores y entonan sus endechas. Y al mismo tiempo que a Cuba, podemos y debemos vitorear cien veces a nuestra querida España. Pero no a la España de la Inquisición y el retroceso, no a la España de hoy mismo en lo que tenga de medioeval y atávico, sino a la venidera, a la España próspera, regenerada, rejuvenecida que ya se dibuja en lontananza, que yo preveo, que todos presentimos, que surgirá sin duda... cuando nazca y viva una generación que la merezca. ¿Pero esto es hablar de mi llegada a Cuba?... Que se me perdone si más que a Cuba me refiero a España. No es descortesía, no es ingratitud; es un sentir que se desborda, un presentimiento de que España renacerá de sus ruinas, la evidencia de que, cuando resurja y se purifique y se engrandezca, toda América lo celebrará. Toda América, si. El Nuevo Mundo es prolongación de España en lo moral y en lo físico, en la leyenda y el arte, en la historia y en la geografía. Y más que en otra cualquiera región americana, vivirá España en la memoria y en el corazón de Cuba, penetrará su gloria en edades venideras, hasta donde llegue Cuba soberana. Pero los hijos de Cuba no deben contentarse con una soberanía precaria, nominal y discutida. Tocaremos este punto en capitulo especial. Desembarqué, ya lo he dicho, desalentado, triste, seriamente enfermo; dolorido el cuerpo y más dolorida el alma; rodeado de buenos y cariñosos amigos, pero sin horizonte, que desde mi aposento del hotel no podía descubrir mi vieja Habana. (Nicolás Estévanez) |
Yo nací y crecí en el barrio de Santa Catalina, en Las Palmas de Gran Canaria, a dos manzanas de la Calle Nicolás Estévanez, y a otras dos de la Calle Isla de Cuba, y nunca había leído esta carta de Nicolás Estévanez, que como sabrán es natural de mi ciudad. Siceramente tampoco sabía mucho de su historia en Cuba, que se había negado a fusilar a 6 estudiantes y por eso lo echaron del ejército, me alegro que tú, José Ramón, a través de este blog nos hagas conocer una historia, que nos une, de un señor canario, que fue parte de la historia de España y de Cuba.
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