miércoles, 15 de febrero de 2012

Identidad nacional y conflicto: Canarios en Cuba al final de la dominación española de la isla (1898) ( Segunda Parte)


Foto de Internet. Campesinos canarios en Cuba.

Identidad nacional y conflicto: Canarios en Cuba al final de la dominación española de la isla (1898) (Segunda Parte)

Por: Javier Márquez QuevedoUniversidad de Las Palmas de Gran Canaria



El subsecretario de Estado, Enrique Dupuy de Lôme, juzgó que la aplicación del artículo IX estaba dando lugar a grandes dificultades. Por un lado, la redacción del texto encerraba en límites demasiado estrechos el derecho de opción de todos los súbditos españoles, puesto que sólo se confería a una parte de los mismos. Entendía, sin embargo, que esta locución – “evidentemente impropia” – comprendía a los españoles nacidos en cualquier parte que no fueran las colonias entregadas. De otra manera podrían ser excluidos los naturales de las Islas Canarias, Baleares, de los presidios y posesiones en África y los hijos de padres españoles en el extranjero, “en abierta oposición con el espíritu, si no con la letra, del Tratado”. Los pensionistas del estado español – huérfanos, viu- das, retirados – originarios de ultramar se hallaban en una situación lastimosa porque no podían inscribirse como nacionales y perdían en consecuencia el derecho al cobro de sus haberes. En el Convenio adicional al Tratado de Paz de Francfort de 12 de diciembre de 1871, se había estipulado que las pensiones reconocidas legalmente y liquidadas a favor de los individuos oriundos de los territorios de Alsacia y Lorena – o de sus viudas y huérfanos que optaran por la nacionalidad germana – continuarían siendo disfrutadas por los titulares de las mismas, mientras conservaran su domicilio en el Reich, y serían sufragadas por el estado alemán. Algo análogo, decía Dupuy, podría fijarse para los pensionistas de Cuba, Puerto Rico y las Filipinas. Venía extremándose en los municipios cubanos un decidido propósito de obstaculizar las inscripciones, exigiéndoles la presentación de testigos, la autorización paterna para los menores y la comparecencia personal, unos requisitos que no habían sido previstos en el artículo IX. Nada se había decidido aún sobre el particular de las inscripciones en la isla borínquen y en el archipiélago del Pacífico. En cuanto al plazo de una anualidad para llevar a cabo la inscripción, había muchos contratiempos y parecía que el período se iba a quedar demasiado corto. Se cerraba en principio el 11 de abril de 1900, pero las oficinas de registro no se habían establecido en Cuba hasta julio del año en curso y todavía no estaban preparadas en San Juan y Manila. Era más que necesario ampliar el plazo como mínimo otros seis meses o incluso un año. Sobre todos estos asuntos la Embajada en Washington tenía que dialogar con el Departamento de Estado procurando sustraerle las licencias que favorecieran a España. En septiembre – según lo avisado por el ministro español en la capital norteamericana - ya se habían arreglado en el Registro de La Habana las dificultades devenidas del manejo reducido de la palabra peninsulares, con lo cual los emigrantes de Canarias y Baleares podían inscribirse libremente. En especial a los primeros se veían muy afectados por este problema, dado su peso en conjunto de la población emigrada a Las Antillas.


El Congreso de Estados Unidos se había reservado determinar la condición política de los habitantes de las ex–colonias de la monarquía hispana. Esta cuestión no daba lugar a titubeos cuando se tra- taba de peninsulares residentes. Los que se inscribieran seguirían siendo españoles, es decir extranjeros. Los que no, gozarían de la condición de cubanos, a la espera de lo que ocurriera con los otros países. Pero el texto del Tratado no resolvía respecto a los baleares y canarios residentes en la isla caribeña. Éstos eran súbditos españoles en el momento de las ratificaciones ; no obstante, conforme al artículo IX y a una resolución del Departamento de Estado del 6 de octubre5, no podrían decantarse por la nacionalidad española ni tampoco estaban comprendidos entre los individuos respecto de los cuales el Congreso había retenido su futura categoría política. El Consulado General de España en La Habana se preguntaba en qué situación quedaban, si les cabría reclamar, en su caso, por el conducto del cónsul español ; qué tramitaciones habría de seguirse en la ejecución de sus testamentos. ¿ Acaso debería exigírseles fianza de arraigo como extranjeros en las demandas que establecieran ? Algún reconocimiento de ciudadanía tendría que suponérseles para dar respuestas a todas estas dudas que se les presentaban a los encargados de la agencia consular. No era posible que existiera en el interior de una sociedad organizada un grupo de personas a quienes no se les podía considerar ni como naturales ni como extranjeros. El pueblo de Cuba, el día que estuviese en el ejercicio pleno de su soberanía, establecería de manera concluyente quienes serían ciudadanos cubanos y el requisito para obtener la nacionalidad, pero entre tanto, sin perjuicio de un derecho dejado a salvo por el Tratado de París, había que disponer sobre la naturaleza jurídica de los paisanos de las Islas Baleares y Canarias, ya fuese mediante su equiparación a los españoles de la Península y concediéndoles sin más la posibilidad de elegir, o bien incluyéndoles en la condición de cubanos. De todas formas había que contar con Washington.

El Cónsul en San Juan de Puerto Rico organizó un pequeño informe en el cual confirmaba que también allí se habían suscitado conflictos en algunos juzgados que, tomando la palabra peninsulares en su sentido más estricto, rechazaban recoger las declaraciones de nacionalidad hechas por gente nacidas en Baleares y Canarias. Le resultaba extraño observar cómo la mentalidad del norteamericano “se afanaba en desvelar los más claros conceptos bajo una superficial porfía de palabras, con lo cual conseguía tan sólo oscurecerlos después de pretender explicarlos con miras sobradamente interesadas”. El fallo del Departamento de Estado era buena prueba de ello y el Cónsul que suscribía el documento sentenciaba que la significación dada a la palabra Península, en relación con los asuntos de ultramar, y el empleo del término en el Tratado, en modo alguno autorizaban la formulación de Washington. El Embajador en Estados Unidos – en una entrevista con el Secretario de Estado – no había logrado resultados que indicaran si podían esperarse concesiones por parte del gobierno norteamericano. Las antiguas colonias españolas dependían para todo del War Department y, por consiguiente, cuando se hablaba a la Cancillería de los temas relacionados con aquéllas, invariablemente se limitaba a contestar que los pondría en conocimiento de su colega de Administración. Además, las materias eran tan decisivas que el Secretario de Guerra tenía que ofrecerlas al juicio del Presidente, quien se hallaba en su gira electoral por el Oeste. A pesar de todo, el diplomático español extrajo unas “muy ligeras y vagas impresiones” de su encuentro con John Hay. En el asunto de las pensiones se atrevía a augurar que España no obtendría nada, puesto que “en las cuestiones de dinero no existía gobierno más difícil que el de los Estados Unidos”. Aún sin contestar nada en concreto, el Secretario le había ya hecho observar que no hallaba de dónde podrían salir los fondos que el pago de las pensiones exigía, que éstas eran remuneración de servicios al gobierno de España y que la hacienda cubana no podía cargarlas. En cuanto a las dificultades que ponían los ayuntamientos cubanos a las inscripciones de nacionalidad, Hay no dudaba que el Departamento de Guerra daría las órdenes necesarias para que dieran facilidades en compatibilidad con el Tratado de París. Por lo que tenía que ver con el plazo, era posible alargarlo.

José Felipe Sagrario, cónsul en La Habana, conferenció con el secretario de Estado y Gobernación, el doctor Méndez Capote para examinar el asunto de los originarios de Canarias y Baleares y fijar el criterio legal que regiría su situación. El funcionario cubano adoptó el criterio sugerido por el cónsul español de incluir a los nacidos en Baleares y Canarias en la denominación peninsulares. La Sección Política de la Secretaría redactó un informe pidiendo se admitiera a los isleños realizar la declaración de nacionalidad. El general Brooke aprobó el expediente y sin retoques lo envió al gobierno de Washington. Por medio del Secretario de Guerra, lo contestó “en términos tan sutiles y vagos, que lejos de aclarar enredaba la cuestión, hasta el punto que un periódico de la capital, ultra-cubano, no titubeó en considerar a los canarios y baleares como si hubieran nacido en la misma Isla de Cuba”. Capote no se rindió y preparó otro protocolo tendente a poner una solución definitiva al caso. Según Sagrario, el asunto habría de dar algún juego por parte de la administración de McKinley, “siempre artero y astuto en el desenvolvimiento de su política”. Sin embargo, la idea que se tenía sobre un gobierno norteamericano distanciado de este problema no se cumplió. El secretario de Estado Hay – apenas sin datos respecto a los problemas creados, ni de la disposición de su Departamento – no mostró ningún reparo en aceptar la arbitrarie- dad que se desprendía de la interpretación de la Paz. Convino en que no se podía establecer una distinción, “que a nada respondía”, entre unas provincias de España y otras, y sin apuro prometió que iba a dirigir una nota al Departamento de Guerra expresando su opinión. 

Efectivamente, Bellamy Storer transmitió una nota fecha- da el 27 de noviembre a Francisco Silvela, exponiendo la interpretación que el Departamento de Estado daba a la polémica frase del artículo IX : “The Goverment of The United States considers nati- ves of the Balearic and Canary Islands peninsulars. John Hay”. Como las órdenes que habría de comunicar el War Department podían diferirse algún tiempo, el Ministro Plenipotenciario en los Estados Unidos dio aviso a los cónsules en las Antillas para que inspeccionasen el desarrollo de los actos de declaración de la nacionalidad en los ayuntamientos más dificultosos. Ambas administraciones consideraron zanjado el tema y se pudieron dictar las instrucciones pertinentes para que todos los funcionarios municipales  de Cuba uy Puerto Rico las acataran, aunque a finales de año había jurisdicciones que aún presentaban trabas, como el de Ponce – segunda población de Puerto Rico y centro de recepción de muchos emigrados canarios – y en el que los ciudadanos españoles sufrieron para inscribirse.

Continuará. Bibliografía el la Tercera Parte y Final.

UN CHISTE CANARIO, ¿QUIÉN ME PUEDE DECIR QUE EL QUE HABLA NO ES UN CUBANO DE PINAR DEL RÍO O DEL CAMPO CUBANO?


Foto de Internet. Una colaboración de un Anónimo.


UN CHISTE CANARIO, ¿QUIÉN ME PUEDE DECIR QUE EL QUE HABLA NO ES UN CUBANO DE PINAR DEL RÍO O DEL CAMPO CUBANO?


Esto es solo para comprobar cuanto nos parecemos los canarios y los cubanos a la hora de hablar. Para mí, ese puede ser un cubano cien por cien. J.R.M.

Así habla un canario de pueblo (en las capitales hay una mezcla de todo y no son un buen ejemplo), créen que se parece a los cubanos?.
Anónimo

http://youtu.be/MNasnp4BeRk

Crónicas hispano-cubanas: El español cubano: caso cerrado

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Crónicas hispano-cubanas: El español cubano: caso cerrado

Por Reynaldo Lugo


El español cubano existe. Es la forma peculiar que adquiere el idioma en la Isla, gramatical y fonéticamente, así como por las nuevas palabras: los cubanismos. Es un “idioma” que resulta extraño para el oído español, pero tiene sus causas y sus consecuencias, sin que se pueda responsabilizar a los cubanos de haber distorsionado la lengua de Cervantes.
En cualquier caso, no resulta más diferente del castellano que hablan los andaluces (españoles, a quienes La Habana debió un lugar de fábula: "er Cormao er Cangrejo") y bastante parecido a la forma en que se expresan los canarios (españoles también). Y para no dar más rodeo os digo, les digo, que la culpa –lo que se llama la culpa (la curpita) – es de los unos y los otros. Por tanto, al oír a un cubano hablando no os preguntéis: “¿De dónde estos tíos habrán sacado esa jerigonza?”. Ya sabéis quien puede daros la respuesta.
¿Por qué?, seguramente deseáis conocer. La historia es larga y trataré de hacerla corta, para que la lean sin aburrirse y me envíen, sus comentarios. Pero os aseguro, apreciados lectores, que esto nada tiene que ver con el Ayuntamiento. ¿Vale?
La historia la explica todo. El asunto comenzó con Cristóbal Colón. Realmente, algo después. ¡Habría que ver el castellano que hablaba Colón! Comenzó con los que empezaron a llegar en oleadas al Nuevo Mundo (tan viejo como el Viejo Mundo). Y, como ustedes bien conocen, ese mundo de oro puro fue apareciendo poco a poco. La conquista de México no se inició hasta 1519. Pizarro exploró el Perú hacia 1525. La Florida estuvo desde 1513 hasta 1529 siendo “descubierta”. Y así por el estilo. En tanto, los enjambres de conquistadores se concentraban en las islas de Santo Domingo y Cuba, que eran los cuarteles generales de donde partían las expediciones de exploración o conquista de los territorios americanos.
Ya estarán imaginándoselo: aquellas prolongadas estancias, conviviendo españoles de toda España, dio inicio a una manera “indiana” de hablar, a un acento que, tímidamente, comenzaba a diferenciarse de los infinitos acentos y maneras de hablar del pueblo español. Fue un acento más.
Junto con los conquistadores Cuba exportó aquella novedad lingüística; sobre todo, no ya con los conquistadores sino con los colonos, que mayoritariamente recalaban en La Habana y aguardaban allí la posibilidad de cruzar a centro y Suramérica. Y aquí suceden un par de cosas imprescindibles de conocer para concentrarnos después en el español cubano. Primera: los colonos que fueron al continente, tropezaron con diferentes culturas, lenguas y acentos aborígenes que transformaron su castellano semi metamorfoseado , imprimiéndole en cada región sus maneras peculiares. De modo que era la norma y no la excepción que en el siglo XVI un cura salmantino en su iglesia mexicana de Zapotitlán dijese a sus fieles: “¡Órale, mis jijos, que ahoritita mismo andamos de misa!”.
La segunda: la otra isla, Santo Domingo –sin aborígenes sobrevivientes casi desde el comienzo, al igual que Cuba – perdió importancia con relación a La Habana en cuanto a lugar de tráfico de emigrantes españoles (también se perdió la soberanía de media isla tomada por los franceses) y bien pronto estuvo poblada de esclavos africanos y personas de ese origen, por lo que a finales del siglo XVIII éstos eran mayoritarios. Eso produjo que lo mismo que imprimieron las culturas suramericanas al español lo imprimieran los africanos en Santo Domingo. Lo que se hace evidente en el acento.
Por fin llegamos a la tercera: Cuba, y el asunto sigue siendo de mezcla entre españoles. Por su estratégica posición geográfica, fue el punto de encuentro, el lugar de partida, el hostal de cuantos españoles transitaban hacia y desde América. Es decir, una torre de Babel de tonos, semitonos, de fusas y semifusas. Toda la escala musical del castellano se escuchaba en la Isla. Esto, para un Holmes elemental, no puede significar más que un batido de papaya con azúcar. “Babel es mierda”, diría Don José Agustín Mendoza.
Más tarde, cuando en el siglo XIX la América española se limitaba a Cuba y Puerto Rico, fue más intensa la emigración española hacia la primera. Desde España y desde las ex colonias. A mediados del siglo XIX, la mitad de los cubanos habían nacido en la Península. Y hasta los años treinta del pasado siglo, eran la tercera parte de la población. Y ese fenómeno migratorio, en el que canarios y andaluces estaban en la vanguardia, fue lo que vino a culminar el proceso de influencias que arroja los resultados de hoy.
Los canarios en Cuba no eran “gallegos”, como se les llamaba a todos los españoles aunque no fueran de Galicia. Eran los “isleños” y sus hijos cubanos, los “isleñitos”. Estaban más próximos por su origen insular. La influencia canaria, que compartió con los andaluces la creación de esos sonidos jerigonzianos que os llaman la atención, fueron los pobladores del campo cubano, los fundadores de buena parte de los pueblos y ciudades de la Isla y para allá se llevaron todo lo que tenían: vestuario, música, instrumentos musicales, costumbres, recetas de cocina…. Y dieron origen al folclore cubano y desarrollaron la agricultura de la Isla. De paso, llevaron la guagua (autobús), la vaina del machete, el epitafio del sonido de la C y de la Z y la cadencia del habla. ¡Qué cosa máj grande, chico! ¡Quién teloiba a desil!

Identidad nacional y conflicto: Canarios en Cuba al final de la dominación española de la isla (1898) (Primera Parte)


Foto de Internet
Identidad nacional y conflicto: Canarios en Cuba al final de la dominación española de la isla (1898) (Primera Parte)

Por Javier Márquez Quevedo
Universidad de Las Palmas de Gran Canaria

Hasta hoy día ha perdurado el mito historiográfico de que los canarios residentes en Cuba fueron excluidos de la nacionalidad española por el artículo IX del Tratado de
Paz con los Estados Unidos del 10 de diciembre de 1898. Una interpretación literal que dejaría marginados a los españoles isleños, de Baleares y Canarias, y a los de Ceuta y Melilla, de poder elegir entre convertirse en cubanos de la República o continuar siendo ciudadanos de la ex-metrópoli. Se ha especulado con que - aunque pudiera tratarse de un lapsus en la redacción del texto – quizás los norteamericanos orientaran el tenor documental hacia sus intereses, para tener mayor capacidad de maniobra en los enclaves de la España no peninsular si llegara el caso. Lo impreciso que aún resultaba la sangría territorial española, con la sospecha de que los ingleses y otros estaban ya a la caza de ciertas posesiones bajo su soberanía, ha ido alimentando esa teoría. El artículo IX se refería a aquellos súbditos españoles naturales de “la Península”, residentes en territorios cuya soberanía España había perdido en virtud del pacto internacional suscrito. Contenía un párrafo que “a la letra” hacía saber que, en el supuesto de que permanecieran en el territorio, podrían conservar su nacionalidad si se hacía una declaración a este propósito, en una oficina de registro y dentro de un año tras el intercambio de las ratificaciones del Tratado. A falta de tal declaración, se habría de considerar que los individuos renunciaron a dicha nacionalidad y habían adoptado la del suelo en el cual residían. Ramón de Dalmau, el marqués de Olivart, erudito español en derecho internacional, había fundamentado la opción de acogerse a la nacionalidad en las disposiciones del código civil español. Consideró que había sido un tributo vergonzoso a los norteamericanos reconocer que los naturales de Cuba habían perdido con el Tratado la ciudadanía española. Cuatro meses habían pasado desde que tuvo lugar la presentación mutua de las sanciones – el 11 de marzo de 1899 – cuando empezaron a surgir “entorpecimientos” de última hora que daban motivo para que a muchos españoles no les resultara sencillo ejercitar su derecho a elegir antes de que expirase el plazo fijado.


El Ministerio de Estado le encargó de real orden al Embajador español en Washington que a la mayor brevedad posible se sirviera ponerse de acuerdo con el gobierno de los Estados Unidos para intentar conseguir una declaración de éste, en virtud de la cual se 
especificara claramente cuál sería la oficina local de registro en Cuba ante la que habrían de acudir a inscribir su opción los que la solicitasen. Esas oficinas tendrían que ser la de los consulados de España en las ciudades donde los hubiera. Al propio tiempo, se estipularía que mensualmente – hasta que por fin concluyera el plazo legal para terminar las inscripciones – las autoridades militares de la República Norteamericana en la Antilla remitirían al consulado de España que tuviesen más próximo el listado de todas las inscripciones verificadas durante ese período, haciendo lo propio los cónsules españoles con los estadounidenses. Una vez que se lograse el acuerdo de referencia – y como complemento del mismo – el Embajador quedaba emplazado a dirigir una circular a los agentes consulares de las islas de Cuba y Puerto Rico, con el fin de ponerlo en su conocimiento para los efectos que correspondieran, y además se les encargaría que “por cuantos medios de publicidad se hallasen a su alcance” se pusiera el máximo celo de hacerlo llegar a noticia de los interesados. El embajador en Washington se sujetó a la obligación de ir telegrafiando el resultado de las gestiones paso a paso, con la idea de participarlas a los cónsules del archipiélago filipino, pero también por la notoria importancia que el Gobierno concedió al asunto. Por las mismas fechas, el representante en Madrid de Estados Unidos, Bellamy Storer, requirió ser instruido sobre el estatus de ciertos menores cubanos que estaban residiendo con sus padres en España. Se desconocía si los progenitores de estos jóvenes habían nacido en Cuba o en “la Península”. El Tratado de Paz no establecía tampoco ningún compromiso acerca de la situación de estas personas, ni éstas se hallaban incluidas en una circular del Departamento de Estado de 22 de mayo de 1899, que autorizaba a los diplomáticos y cónsules de los Estados Unidos a proteger temporalmente a los “habitantes” de Cuba. Eran por tanto ciudadanos españoles que anteriormente – durante y desde la insurrección cubana y la guerra hispano-norteamericana – habían residido en España. El propio Cónsul en Barcelona había confirmado que las familias habían repatriado todas sus fortunas en ese tiempo y “no parecía probable que retornaran a Cuba o a los Estados Unidos para residir allí permanentemente”.



Ateniéndose al texto del artículo IX – trascrito, en parte, en un decreto del gobernador militar de Cuba, el general John R. Brooke, de 11 de julio y que versaba sobre el acto de declarar la nacionalidad
 – la Secretaría de Estado y Gobernación de la isla “se había visto en la necesidad de negar la inscripción” en el Registro a los nacidos en las Baleares y Canarias que habían concurrido solicitándolo a esa oficina. La justificación para rechazar la inscripción fue que el criterio no era tan claro con la determinación a tomar. Para el Consulado español las dificultades partieron de una mala voluntad de las autoridades municipales cubanas en el momento de reconocer la nacionalidad española de los isleños emigrados al Caribe. El mencionado artículo autorizaba sólo a los naturales de la Península y, por ende, “parecía a primera vista que únicamente se había querido comprender a los nacidos en la porción geográfica peninsular española, excluyendo con ello a los súbditos españoles naturales de otros territorios a donde alcanzaba la soberanía de la nación”. La polémica estaba pues encima de la mesa, y sorprendentemente no había sido originada por los militares americanos sino por funcionarios cubanos, gracias a un abuso interpretativo. No obstante, el alto empleado a cargo de la Secretaría en La Habana consideraba poco lógico darles ese sentido a los oriundos isleños porque el Tratado de París no se ocupó para nada de la condición nacional de estos súbditos. En la mente de los comisionados de la paz habría estado comprenderlos en la misma denominación de la Península. ¿ A qué había de distinguir entre los españoles nacidos en el Continente de los que no lo eran ? Todo el mundo conocía que Baleares y las Islas Canarias eran provincias con el mismo modelo de organización política que el resto. Era indudable – en opinión de aquellas autoridades – que no hubo intención de negar el derecho de opción a los naturales de esas regiones, ni siquiera a los que habían nacido en las posesiones africanas y que residían en Cuba. Así aparecía bien reflejado en el memorando presentado por los comisarios norteamericanos el 9 de diciembre de 1898. La posibilidad de optar – citada en los puntos 2o y 3o – se negó ex profeso a los nativos de los tres territorios renunciados, eligiéndose la expresión de “naturales de España” a los cuales sí se les otorgaba ese derecho. Otro dato parecía que iba a esclarecer esa confusión. Los comisionados españoles habían protestado un día antes porque no se les concediera a todos, incluidos los nativos de las colonias, con lo cual se entendía que fuera de aquéllas todos los demás habían quedado insertos. La Sección de Estado estimaba que debía consultarse a Washington en esa linea y resolver cuanto antes.



(Continuará- Bibliografía al final del último capítulo)



Nota: Cuando uno lee estas cosas, se da cuenta que la ciudadanía española del cubano la perdió porque EEUU así lo decidió, no fue España, ni se le consultó al cubano, fue una injerencia extranjera y por ende no debe tener valor alguno. J.R.M.