Foto de Internet. Campesinos canarios en Cuba.
Identidad nacional y conflicto: Canarios en Cuba al final de la dominación española de la isla (1898) (Segunda Parte)
El subsecretario de Estado, Enrique Dupuy de Lôme, juzgó que la aplicación del artículo IX estaba dando lugar a grandes dificultades. Por un lado, la redacción del texto encerraba en límites demasiado estrechos el derecho de opción de todos los súbditos españoles, puesto que sólo se confería a una parte de los mismos. Entendía, sin embargo, que esta locución – “evidentemente impropia” – comprendía a los españoles nacidos en cualquier parte que no fueran las colonias entregadas. De otra manera podrían ser excluidos los naturales de las Islas Canarias, Baleares, de los presidios y posesiones en África y los hijos de padres españoles en el extranjero, “en abierta oposición con el espíritu, si no con la letra, del Tratado”. Los pensionistas del estado español – huérfanos, viu- das, retirados – originarios de ultramar se hallaban en una situación lastimosa porque no podían inscribirse como nacionales y perdían en consecuencia el derecho al cobro de sus haberes. En el Convenio adicional al Tratado de Paz de Francfort de 12 de diciembre de 1871, se había estipulado que las pensiones reconocidas legalmente y liquidadas a favor de los individuos oriundos de los territorios de Alsacia y Lorena – o de sus viudas y huérfanos que optaran por la nacionalidad germana – continuarían siendo disfrutadas por los titulares de las mismas, mientras conservaran su domicilio en el Reich, y serían sufragadas por el estado alemán. Algo análogo, decía Dupuy, podría fijarse para los pensionistas de Cuba, Puerto Rico y las Filipinas. Venía extremándose en los municipios cubanos un decidido propósito de obstaculizar las inscripciones, exigiéndoles la presentación de testigos, la autorización paterna para los menores y la comparecencia personal, unos requisitos que no habían sido previstos en el artículo IX. Nada se había decidido aún sobre el particular de las inscripciones en la isla borínquen y en el archipiélago del Pacífico. En cuanto al plazo de una anualidad para llevar a cabo la inscripción, había muchos contratiempos y parecía que el período se iba a quedar demasiado corto. Se cerraba en principio el 11 de abril de 1900, pero las oficinas de registro no se habían establecido en Cuba hasta julio del año en curso y todavía no estaban preparadas en San Juan y Manila. Era más que necesario ampliar el plazo como mínimo otros seis meses o incluso un año. Sobre todos estos asuntos la Embajada en Washington tenía que dialogar con el Departamento de Estado procurando sustraerle las licencias que favorecieran a España. En septiembre – según lo avisado por el ministro español en la capital norteamericana - ya se habían arreglado en el Registro de La Habana las dificultades devenidas del manejo reducido de la palabra peninsulares, con lo cual los emigrantes de Canarias y Baleares podían inscribirse libremente. En especial a los primeros se veían muy afectados por este problema, dado su peso en conjunto de la población emigrada a Las Antillas.
El Congreso de Estados Unidos se había reservado determinar la condición política de los habitantes de las ex–colonias de la monarquía hispana. Esta cuestión no daba lugar a titubeos cuando se tra- taba de peninsulares residentes. Los que se inscribieran seguirían siendo españoles, es decir extranjeros. Los que no, gozarían de la condición de cubanos, a la espera de lo que ocurriera con los otros países. Pero el texto del Tratado no resolvía respecto a los baleares y canarios residentes en la isla caribeña. Éstos eran súbditos españoles en el momento de las ratificaciones ; no obstante, conforme al artículo IX y a una resolución del Departamento de Estado del 6 de octubre5, no podrían decantarse por la nacionalidad española ni tampoco estaban comprendidos entre los individuos respecto de los cuales el Congreso había retenido su futura categoría política. El Consulado General de España en La Habana se preguntaba en qué situación quedaban, si les cabría reclamar, en su caso, por el conducto del cónsul español ; qué tramitaciones habría de seguirse en la ejecución de sus testamentos. ¿ Acaso debería exigírseles fianza de arraigo como extranjeros en las demandas que establecieran ? Algún reconocimiento de ciudadanía tendría que suponérseles para dar respuestas a todas estas dudas que se les presentaban a los encargados de la agencia consular. No era posible que existiera en el interior de una sociedad organizada un grupo de personas a quienes no se les podía considerar ni como naturales ni como extranjeros. El pueblo de Cuba, el día que estuviese en el ejercicio pleno de su soberanía, establecería de manera concluyente quienes serían ciudadanos cubanos y el requisito para obtener la nacionalidad, pero entre tanto, sin perjuicio de un derecho dejado a salvo por el Tratado de París, había que disponer sobre la naturaleza jurídica de los paisanos de las Islas Baleares y Canarias, ya fuese mediante su equiparación a los españoles de la Península y concediéndoles sin más la posibilidad de elegir, o bien incluyéndoles en la condición de cubanos. De todas formas había que contar con Washington.
El Cónsul en San Juan de Puerto Rico organizó un pequeño informe en el cual confirmaba que también allí se habían suscitado conflictos en algunos juzgados que, tomando la palabra peninsulares en su sentido más estricto, rechazaban recoger las declaraciones de nacionalidad hechas por gente nacidas en Baleares y Canarias. Le resultaba extraño observar cómo la mentalidad del norteamericano “se afanaba en desvelar los más claros conceptos bajo una superficial porfía de palabras, con lo cual conseguía tan sólo oscurecerlos después de pretender explicarlos con miras sobradamente interesadas”. El fallo del Departamento de Estado era buena prueba de ello y el Cónsul que suscribía el documento sentenciaba que la significación dada a la palabra Península, en relación con los asuntos de ultramar, y el empleo del término en el Tratado, en modo alguno autorizaban la formulación de Washington. El Embajador en Estados Unidos – en una entrevista con el Secretario de Estado – no había logrado resultados que indicaran si podían esperarse concesiones por parte del gobierno norteamericano. Las antiguas colonias españolas dependían para todo del War Department y, por consiguiente, cuando se hablaba a la Cancillería de los temas relacionados con aquéllas, invariablemente se limitaba a contestar que los pondría en conocimiento de su colega de Administración. Además, las materias eran tan decisivas que el Secretario de Guerra tenía que ofrecerlas al juicio del Presidente, quien se hallaba en su gira electoral por el Oeste. A pesar de todo, el diplomático español extrajo unas “muy ligeras y vagas impresiones” de su encuentro con John Hay. En el asunto de las pensiones se atrevía a augurar que España no obtendría nada, puesto que “en las cuestiones de dinero no existía gobierno más difícil que el de los Estados Unidos”. Aún sin contestar nada en concreto, el Secretario le había ya hecho observar que no hallaba de dónde podrían salir los fondos que el pago de las pensiones exigía, que éstas eran remuneración de servicios al gobierno de España y que la hacienda cubana no podía cargarlas. En cuanto a las dificultades que ponían los ayuntamientos cubanos a las inscripciones de nacionalidad, Hay no dudaba que el Departamento de Guerra daría las órdenes necesarias para que dieran facilidades en compatibilidad con el Tratado de París. Por lo que tenía que ver con el plazo, era posible alargarlo.
José Felipe Sagrario, cónsul en La Habana, conferenció con el secretario de Estado y Gobernación, el doctor Méndez Capote para examinar el asunto de los originarios de Canarias y Baleares y fijar el criterio legal que regiría su situación. El funcionario cubano adoptó el criterio sugerido por el cónsul español de incluir a los nacidos en Baleares y Canarias en la denominación peninsulares. La Sección Política de la Secretaría redactó un informe pidiendo se admitiera a los isleños realizar la declaración de nacionalidad. El general Brooke aprobó el expediente y sin retoques lo envió al gobierno de Washington. Por medio del Secretario de Guerra, lo contestó “en términos tan sutiles y vagos, que lejos de aclarar enredaba la cuestión, hasta el punto que un periódico de la capital, ultra-cubano, no titubeó en considerar a los canarios y baleares como si hubieran nacido en la misma Isla de Cuba”. Capote no se rindió y preparó otro protocolo tendente a poner una solución definitiva al caso. Según Sagrario, el asunto habría de dar algún juego por parte de la administración de McKinley, “siempre artero y astuto en el desenvolvimiento de su política”. Sin embargo, la idea que se tenía sobre un gobierno norteamericano distanciado de este problema no se cumplió. El secretario de Estado Hay – apenas sin datos respecto a los problemas creados, ni de la disposición de su Departamento – no mostró ningún reparo en aceptar la arbitrarie- dad que se desprendía de la interpretación de la Paz. Convino en que no se podía establecer una distinción, “que a nada respondía”, entre unas provincias de España y otras, y sin apuro prometió que iba a dirigir una nota al Departamento de Guerra expresando su opinión.
Efectivamente, Bellamy Storer transmitió una nota fecha- da el 27 de noviembre a Francisco Silvela, exponiendo la interpretación que el Departamento de Estado daba a la polémica frase del artículo IX : “The Goverment of The United States considers nati- ves of the Balearic and Canary Islands peninsulars. John Hay”. Como las órdenes que habría de comunicar el War Department podían diferirse algún tiempo, el Ministro Plenipotenciario en los Estados Unidos dio aviso a los cónsules en las Antillas para que inspeccionasen el desarrollo de los actos de declaración de la nacionalidad en los ayuntamientos más dificultosos. Ambas administraciones consideraron zanjado el tema y se pudieron dictar las instrucciones pertinentes para que todos los funcionarios municipales de Cuba uy Puerto Rico las acataran, aunque a finales de año había jurisdicciones que aún presentaban trabas, como el de Ponce – segunda población de Puerto Rico y centro de recepción de muchos emigrados canarios – y en el que los ciudadanos españoles sufrieron para inscribirse.
Continuará. Bibliografía el la Tercera Parte y Final.