LA PENÍNSULA Ibérica la conforma un conglomerado de pueblos, con un pasado histórico común, que se afanan hoy en buscar su sitio en el proyecto de la Unión Europea, especialmente tras su ampliación. La unión de todos ellos, ante hechos históricos tan importantes como la conquista de Hispania por Roma o la invasión musulmana, que marcaron el devenir de esos amplios periodos del pasado, fue decisiva para, además de marcar y definir la propia identidad de cada uno, trabar lazos y sentimientos colectivos que, aun hasta hoy, en momentos tan lejanos, quedan guardados en el haber conjunto.
La configuración del Estado-Nación, en la que tanto tuvieron que ver los Reyes Católicos, afianza, ignorando los avatares de la historia, la andadura separada de los reinos de las monarquías hispánica y portuguesa, con proyectos e intereses diferenciados y, en ocasiones, contrapuestos.
La llegada al poder de la dinastía de los Austrias -y sus ambiciones imperiales y hegemónicas en Europa- hicieron que se abriese una profunda distancia entre ambos Estados, alcanzando su cénit cuando Felipe II incorporó a España los territorios del Reino de Portugal. La independencia ganada de nuevo por éste bajo el reinado de Felipe IV hizo precipitarse todavía más al abismo a la ya decadente monarquía hispánica, quebrando la unidad peninsular con anterioridad lograda.
La Guerra de las Naranjas, ya durante el reinado de Carlos IV, abrió todavía más la distancia entre ambos Estados. En la primavera del año 1801, y ante las presiones ejercidas por Napoleón, un ejército español invadió Portugal. La plaza de Olivenza fue la única recompensa que obtuvo España por tan desafortunada decisión, todavía hoy gravada en la memoria de los portugueses. Todo ello hizo que Portugal buscase el amparo y la protección de Inglaterra, frente a las ambiciones territoriales de los Austrias y el hostigamiento de los Borbones, alianza que incluso a día de hoy, en periodos tan alejados a aquellas épocas de conflicto, se mantiene de manera preferencial.
Este distanciamiento político venido de antaño ha consolidado también, y lo que es más grave, un distanciamiento social. Ni la proximidad geográfica, ni los 1.232 kilómetros de frontera compartida -extremo nada despreciable-, ni las buenas relaciones diplomáticas hoy existentes han conseguido superar la situación.
El Tratado de Amistad y Cooperación entre España y Portugal de 22 de noviembre de 1977 -ratificado por Instrumento de fecha 17 de abril de 1978-, aunque supuso un importante avance para la normalización de las relaciones y, sobre todo, para coordinar esfuerzos a la hora de conseguir «un mayor y más armónico desarrollo económico-social de las zonas fronterizas», no ha quebrado, ni mucho menos, el muro levantado. Tampoco el Consejo de Europa ni la Unión Europea, estructuras supranacionales de la que forman parte dichos Estados, han supuesto la superación de todos los obstáculos.
Sin dejar de reconocer los avances experimentados, provenientes de las cada vez más numerosas inversiones públicas compartidas, de las actuaciones de cooperación transfronteriza, de los hermanamientos llevados a cabo, de los crecientes desplazamientos e intercambios universitarios, y de otras tantas actuaciones de interés común, no podemos dejar de ignorar el persistente y enquistado distanciamiento social.
Todos somos responsables de él, desde el más insignificante ciudadano hasta la clase política, pasando, cómo no, por los todopoderosos medios de comunicación social, que no hemos puesto el empeño suficiente para integrar las dos comunidades, tan próximas en el espacio como alejadas en el sentimiento.
Los españoles conocemos más y mejor, por poner un ejemplo, la realidad de Francia, Italia, Alemania, Inglaterra, o incluso otras más lejanas, como Estados Unidos o Cuba, que la de Portugal. Otro tanto ocurre en el país vecino, que no se ha preocupado tampoco por un mayor acercamiento. Vivir de espaldas ha sido la seña de identidad entre ambas comunidades.
Romper esta inercia y conformismo social, anclado en un pasado cada más lejano, es el objetivo a lograr. Un estudio del Centro de Análisis Sociales de la Universidad de Salamanca ha causado cierta sorpresa. Revela que el 39,9% de los portugueses es partidario de la integración política con España a través de una federación, por un 30,3% de los españoles que la apoyaría también. Se aprecia aquí un giro en el sentir colectivo, más partidario hoy, que en otros tiempos, de la unión ibérica.
Este sentir, que empieza a no ser ya despreciable, es el que hay que ir reforzando si queremos alcanzar tan grande aspiración. No pensemos hoy como un impedimento a este reto las tensiones de los nacionalismos periféricos españoles, que responden más a la propia supervivencia política de partidos que la alientan, hasta provocar el hastío y rechazo, que a una verdadero sentir de los ciudadanos de estos territorios, más preocupados del quehacer diario que de seguir la línea marcada por unos líderes cada vez más alejados de los intereses de sus representados. El sentir colectivo español es más fuerte que los que éstos nos quieren hacer creer.
NO SE TRATA de resucitar el pasado imperial español, ni tampoco de reavivar la resistencia ni recelos portugueses, sino de proyectar, desde el consenso y acuerdo, un horizonte compartido. La unión de ambos Estados, a día de hoy una quimera, puede contribuir, además de a enriquecer una Iberia plagada de pueblos y contrastes, a resolver el modelo territorial existente.
Una reforma constitucional, injustificada ahora por ausencia de razones, sería entonces necesaria. La conformación de un Estado federal en Iberia, respetuoso con las lenguas, tradiciones, instituciones y costumbres de sus distintos pueblos, vendría a colmar las aspiraciones de los nacionalismos periféricos a los que aludimos, encontrando todos así el acomodo en una Iberia diversa. La solidaridad interterritorial, en la actualidad en quiebra, cobraría de nuevo vigencia, a la vez que un escenario de oportunidades abrirá sus puertas.
Este reto, que a ambos Estados corresponde resolver, bien puede ser la nueva ilusión, el nuevo reverdecer, la nueva frontera que ahora se necesita para abandonar el oscuro escenario en el que estamos inmersos y para emerger como potencia europea. No dejemos que cunda el desánimo por los numerosos problemas que ahora nos acucian, y que sean tampoco los países centroeuropeos los que sigan marcando el rumbo del inacabado proyecto europeo.
España y Portugal pueden, si así todos lo decidimos, contribuir a su propio relanzamiento económico y a orientar, junto a las potencias centrales, el destino de la vieja Europa. Las cumbres hispano-lusas deben empezar a considerar este nuevo sentir social y a animar a las poblaciones en la senda abierta. En su agenda deberá empezar a figurar ya este asunto. Recuperar la Unión Ibérica sería el objetivo, el reto más ambicioso de los últimos siglos. No renunciemos a tan fantástica aspiración. Luchemos por ella.
Manuel Cebrián Abellán es jurista y escritor. Su último libro es El llanto de Azar: la expulsión de los moriscos en 1609 (Editorial Akrón, 2009).
Publicado por el Diario El Mundo.es
Cortesía de Pedro Escudero Gómez