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sábado, 18 de junio de 2011
Fábrica de españoles. Por Yoani Sánchez
( El edificio más querido por los cubanos, la "Embajada de España”, foto de Internet )
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Por Yoani Sánchez
A Jorge le falta la certificación de nacimiento del abuelo canario para recibir su nueva nacionalidad en la Embajada española de La Habana. Solo a dos puertas de su casa, Evarista lleva tres años con los trámites varados mientras espera el acta matrimonial de sus ancestros maternos. El próximo agosto, Maritza -que vive encima de la bodega- partirá con sus dos hijos menores de 21 años a probar fortuna en Oviedo; abordará el avión con su nuevo pasaporte comunitario logrado a través de la llamada ley de nietos. Por todo el barrio la gente hurga en los cajones, busca las viejas fotos familiares, reconstruye un árbol genealógico que hasta ayer era solo pasatiempo de gente obsesionada con el abolengo. Los cubanos miran cada vez más hacia atrás y hacia afuera, desempolvan sus vínculos con la Península. No hay sitios más dinámicos y concurridos en este país que los consulados, ni posesión más preciada que un pariente que alguna vez habló con la zeta.
Somos una isla que se va, que escapa y ni los cantos de las tímidas reformas económicas logran dejarnos amarrados al mástil nacional. Cuando se cancela un camino de huida, la presión interna empuja para que aparezcan otros. Hace un par de años el derrotero pasaba por Ecuador; en aquel tiempo todavía no era necesario que contáramos con un visado para llegar hasta ese territorio sudamericano. Y allá se marcharon miles de compatriotas, de los cuales una parte logró saltar finalmente hacia suelo norteamericano. Otros siguen -aún hoy- atrapados entre su estatus ilegal en aquellas tierras y la imposibilidad de entrar nuevamente como residentes a su propio país. El sendero de la fuga pasó también a través de Rusia. Amigos y conocidos nos contaban que en breve volarían hacia Moscú, cuando bien sabíamos que no tenían a nadie por aquellos lares, ni real interés de quedarse a vivir en la que una vez también fue nuestra metrópoli. Y entonces apareció la ruta inversa de Cristóbal Colón, el turno de la tercera generación nacida en las tierras de ultramar, que retorna ahora a la patria de sus abuelos. La esquina que hacen las calles Cárcel y Zulueta, donde ondea la bandera rojiamarilla, se ha convertido en un sitio de peregrinación para quienes quieren partir. La fila de espera es inmensa, los custodios revisan todos los papeles antes de dejar pasar, el sol del mediodía caribeño no hace desistir a nadie.
Entre las grandes paradojas que marcan nuestra realidad, se destaca la de un discurso oficial sumamente nacionalista en contraposición con los extendidos sueños de emigrar que acaricia la mayoría de los cubanos. Una verdadera obsesión por partir recorre el país y no distingue edades ni filiación política. Hasta en las filas del Partido Comunista se han tomado medidas para detener la estampida, impidiéndole a sus militantes que comiencen los trámites de la nacionalidad española. El resultado no ha sido el esperado: muchos prefieren renunciar a su carné antes que esconder los papeles de la abuela gallega o del padre andaluz. El fracaso tiene así una forma clara de manifestarse en la emigración. A eso le llamamos "votar con los pies", es la peculiar forma de mostrar la inconformidad que hemos encontrado.
Mientras, el mar sigue siendo una opción. Las embarcaciones ya no son tan improvisadas como las que surcaron las aguas en 1994 durante la crisis de los balseros. Un GPS cuesta alrededor de 300 euros en el mercado informal y es la pieza clave para enrumbar proa hacia La Florida. En algunos parajes intrincados de la costa norte, siguen llegando las lanchas rápidas en las que los exiliados mandan a buscar a su familia. El riesgo es enorme para los tripulantes y los tripulados, pero cuando de irse se trata, pocos valoran el peligro. Se sabe de personas que han sido interceptadas -ya sea por los guardacostas norteamericanos o por los cubanos- al menos una docena de veces y no obstante siguen intentándolo. Es como si un potente imán tirara de ellos hacia fuera o, más acertadamente, como si una fuerza de repulsión los empujara desde adentro.
Quienes tienen hijos pequeños o le temen a los tiburones exploran nuevas sendas. Hacerse con la nacionalidad de otro país es una de ellas. Se les ve recorriendo los juzgados, los archivos, las oficinas que expenden certificaciones de nacimientos o actas matrimoniales. Hacen un periplo para el que deberán llevar buena dosis de constancia a prueba de todo tipo de tropiezos.
Pero no importa. Después, cuando todo el dossier del abuelo esté completado, irán a su cita en el consulado de la calle Zulueta. Callados, atentos, esperarán a las afueras del majestuoso edificio hasta que logren entrar. Son decenas, cientos, miles de solicitantes cada semana. Si se mira desde la acera de enfrente, desde el mismísimo Museo de la Revolución que está a solo unos metros, parece que estamos ante una producción continua. Entran a raudales por una puerta siendo cubanos y salen mostrando el documento que los reconoce ciudadanos de otro lugar. Hasta caminan diferente cuando dejan atrás la amplia verja, parecen más ligeros, menos nerviosos, más españoles.
Fuente: DiarioEl país
Fuente: DiarioEl país
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