Estimados amigos:
Adjunto os remito una reflexión que llevo tiempo queriendo publicar pero que, por unas u otras razones siempre había pospuesto. Os agradezco de antemano vuestro tiempo y dedicación y os ruego paciencia si tardo varios días en enviaros algo no siempre está de mi mano el actura cómo debiera o quisiera. Un abrazo enorme.
España nos vela.
El Jueves Santo de dos mil nueve estuve en Madrid. Queda algo lejos pero quiero compartir ésta reflexión ya que me golpea una y mil veces al cabo del día. Nunca jamás podré olvidar esa tarde de Semana Santa pues, aunque estuve destinado durante tres años en la Capital de España nunca, y mira que pasé veces por la famosa plaza de Cibeles, tuve la sensación que tuve aquella tarde memorable. Una sensación que me llevó a la reflexión y que se me grabó en la memoria a fuego. Tanto que no la he podido ni quiero olvidar jamás.
El caso es que no estaba allí por gusto. Había acudido al funeral de un familiar de mi esposa y cómo no conocía a demasiada gente y el ambiente estaba muy saturado, decidí irme a dar una vuelta por el centro. Lo hice para despejarme y para ver las procesiones de Nuestro Padre Jesús "El Pobre" en la parroquia de San Pedro y la salida del Gran Poder y la Macarena de Madrid en la Colegiata de San Isidro. Recuerdo que después decidí volver al tanatorio de la M-30 andando. Ojo, que hay un paseo. Fue en ese camino de vuelta cuando al pasar por Cibeles me quede parado y pensativo.
La tarde era indescriptible. Una tarde primaveral a la hora del ocaso. El sol debía estar próximo a ponerse. Es dificil saberlo en el maremágnum de edificios capitolinos. Lo supuse por la increible tonalidad de las nubes, hechas jirones que surcaban el cielo de oeste a este. Un color rojo sangre que impregnaba los cumulonimbos que silenciosos se desplazaban sobre la bulliciosa urbe. Me quedé parado. Cibeles era para mi un lugar conocido. Estuve tres años destinado en la Guardia Real y había pasado infinidad de veces por allí. Aquel día me pareció muy especial. Algo me hacía quedarme allí. Observando. En silencio.
La plaza comparte su espacio con el Edificio de Comunicaciones, antigua sede de Correos y que ahora es la actual sede del consistorio madrileño en su esquina sudoriental. La esquina sudoccidental la ocupa la impresionante mole del Banco de España, edificio de bellísima factura decimonónica. La esquina noroccidental la ocupa el Palacio de Buena Vista, sede del Cuartel General del Ejército de Tierra. La Esquina nororiental está ocupada por el famoso Palacio de los Marqueses de Linares. Los cuatro edificios compartian algo junto con uno que está algo más lejos pero cuya torre, cual vigía sobre los plátanos de Indias del incipiente Paseo del Prado, me recordaba que tambien estaba allí, reclamando mi atención. Los cinco edificios compartian un Bellísimo Paño impregnado de Sangre y Oro que comenzó a ondear cuando yo llegué a aquel punto.
La enseña nacional pendía de los cinco edificios con elegancia, volteada por el viento. Un viento que, sin ser agresivo, era suficiente para hacerla valer de derecha a izquierda, mostrando las armas de España en todo su esplendor. Con inusitada vida, moviéndose cómo si me saludaran. Yo, maravillado por esa estampa que se habría repetido miles de veces pero a la que no había prestado nunca atención miraba de uno a otro edificio y me parecía el lugar más importante de la Tierra. Mi bandera me llamaba y pedía mi atención. Pero la que más me llamó y en la que estuve un largo momento ensimismado fue la que se alzaba sobre aquella torre. A media asta, cómo imponía el día, en recuerdo por los caidos por España. La Bandera del Cuartel General de la Armada flameaba señorial sobre su asta con el inigualable fondo del ocaso madrileño.
Yo, sentí vergüenza propia por ser Infante de Marina y no haber nunca disfrutado cómo lo hice aquella tarde del oro del imperio y la sangre de mis compatriotas caidos. Esa bandera que me llegó al alma y que tantas veces, con dejadez e incluso desidia había visto en mi acuartelamiento. Esa bandera que durante tantísimas veces había ayudado a izar con el sonido de mi corneta. Sentí un peso agobiate. El de la Historia que me pedía este pequeño tributo a nuestro primoroso y regio Paño que nos ampara sin pedirnos a cambio más que el respeto y la defensa de los valores que encarna.
Aquella tarde me sentí pequeño y decidí encaminar mis pasos hacia la Plaza de la Lealtad. Ese sitio casi desconocido e injustamente escondido a los ojos de los españoles de bien. Y es cierto que si no vas muy pendiente no la ves. Al lado de la Bolsa de Madrid se alza, entre árboles tupidos y centenarios un pináculo con una llama eterna que casi nadie visita. Una llama que simboliza el sacrificio de los paisanos que, sin mas armas que sus manos, ni mas patria que España se levantaron contra el opresor Francés en 1808 y que, con el paso del tiempo se convirtió en el monumento funerario a nuestros soldados. Allí recé una oración y me marché con el ánimo encogido y la mente grabada con una bandera a media asta que, cómo madre amorosa, vela el recuerdo de sus hijos. Vivos y Muertos.