Periodista, Radio y Tv.
Canarias-Sspain
Por esos mares pa fuera
Navegando me perdí
Y con la luz de tus ojos
Tierra canaria veí
(popular)
“Nos echábamos del catre abajo en nada más oír el fotuto. Con la noche cerrada, el sonar del bucio daba la señal y no había tiempo que perder. A mi me tocaba encender las latas de petróleo que colgaba en los cuernos de las bestias. Apetecía un buche de café que quien mejor podía removía con gofio, con el tazón de leche para vencer la humedad de la mañana que se calaba hasta los huesos. Así uno y otro día. Yo estaba con mi padre, que era de los partidarios, y sabíamos que había que andar ligero porque luego el sol cubano no perdona, así que de esa manera principiábamos la jornada”.
Transcribo las palabras de un hijo de canario trasterrado, don Manuel Rodríguez, que al igual que su padre el palmero Feliciano Rodríguez pertenece al ingente caudal de isleños emigrantes, gente humilde que luchó sin tregua hasta doblegar el caprichoso destino y que los avatares hizo fuera a residir en el Norte, junto a su hijo y familia, como portero en un edificio en New Yersey. Le saludé en Miami, donde pasaba unos días, cuando ambos asistíamos a la boda de un familiar. Hoy lo evoco pues escuchándole me hizo valorar el tesoro que tenía más cerca: mi padre, que también desde niño viajó con el suyo, mi abuelo, en varias ocasiones a Las Villas para trabajar en el tabaco y que no pasaba un día sin que evocara sus muchos años en Cuba; y porque también me hizo reconocer lo mucho que pude aprender, sin apenas percibirlo, escuchando a mi abuela materna, que nació en el santacrucero Valle de Añazo o del Bufadero, rebautizado en María Jiménez, y que con sus padres y hermanos vio pasar su infancia entre Camajuaní y Remedios, en el desarrollo de la actividad azucarera, saltándose la juventud al tener prontamente, de vuelta a las islas, que enfrentarse junto a su marido palmero a las exigencias de criar y sacar adelante a su familia.
He percibido que muchos de los canarios que no tuvieron que cruzar el océano nacieron y se forjaron entre voces cubanas; lo hicieron aprendiendo, sin tener clara referencia de la distancia, de la experiencia habida en el peregrinar de otros por aquellas tierras, en los decires de fabuladas narraciones, de voces de amplia sonoridad atrapadas en cuentos y leyendas de un imaginario colectivo que les hacia familiar la amplitud de sublimados lugares. Así tomaron contacto antes que con otros espacios con la geografía de la Isla, desde entonces Semper Trubada en la que el canario fue llamado isleño, asumiendo sin darle mayor importancia el timbre que iba engarzado a tal diferencia y distinción, que contribuyó allí y en otros muchos lugares a desarrollar la imagen especular de su carácter, donde se supo medir con el trabajo y dar cuenta de su humanidad, de su natural humildad, y del valor absoluto de su palabra, rasgos consustanciales que constituían su intangible patrimonio y que se fueron gestando en su universo volcánico con el empuje del mestizaje y la forzada invitación que hacia la isla para que se sintiera capaz de vencer ataduras y partir al encuentro con las nuevas tierras.
Destino natural.
Si Schakespeare no dudó al citar a Inglaterra como “Esta gema preciosa incrustada en un mar de oro que le sirve de muralla”, a Cuba, la evocada perla insertada en el collar del Caribe, no cabe escatimarle los merecidos elogios, como el que recibió desde la primera mirada que diera a sus playas el Almirante en el inaugurar de un nuevo tiempo. Ya desde entonces los canarios sintieron que allí estaba uno de sus destinos naturales, percibiéndola como una prolongación de su archipiélago, o si lo prefieren comenzaron a entender que su lugar de origen venía a ser la extensión hacia el Viejo Mundo de tan fecundo suelo.
Canarias-Sspain
Por esos mares pa fuera
Navegando me perdí
Y con la luz de tus ojos
Tierra canaria veí
(popular)
“Nos echábamos del catre abajo en nada más oír el fotuto. Con la noche cerrada, el sonar del bucio daba la señal y no había tiempo que perder. A mi me tocaba encender las latas de petróleo que colgaba en los cuernos de las bestias. Apetecía un buche de café que quien mejor podía removía con gofio, con el tazón de leche para vencer la humedad de la mañana que se calaba hasta los huesos. Así uno y otro día. Yo estaba con mi padre, que era de los partidarios, y sabíamos que había que andar ligero porque luego el sol cubano no perdona, así que de esa manera principiábamos la jornada”.
Transcribo las palabras de un hijo de canario trasterrado, don Manuel Rodríguez, que al igual que su padre el palmero Feliciano Rodríguez pertenece al ingente caudal de isleños emigrantes, gente humilde que luchó sin tregua hasta doblegar el caprichoso destino y que los avatares hizo fuera a residir en el Norte, junto a su hijo y familia, como portero en un edificio en New Yersey. Le saludé en Miami, donde pasaba unos días, cuando ambos asistíamos a la boda de un familiar. Hoy lo evoco pues escuchándole me hizo valorar el tesoro que tenía más cerca: mi padre, que también desde niño viajó con el suyo, mi abuelo, en varias ocasiones a Las Villas para trabajar en el tabaco y que no pasaba un día sin que evocara sus muchos años en Cuba; y porque también me hizo reconocer lo mucho que pude aprender, sin apenas percibirlo, escuchando a mi abuela materna, que nació en el santacrucero Valle de Añazo o del Bufadero, rebautizado en María Jiménez, y que con sus padres y hermanos vio pasar su infancia entre Camajuaní y Remedios, en el desarrollo de la actividad azucarera, saltándose la juventud al tener prontamente, de vuelta a las islas, que enfrentarse junto a su marido palmero a las exigencias de criar y sacar adelante a su familia.
He percibido que muchos de los canarios que no tuvieron que cruzar el océano nacieron y se forjaron entre voces cubanas; lo hicieron aprendiendo, sin tener clara referencia de la distancia, de la experiencia habida en el peregrinar de otros por aquellas tierras, en los decires de fabuladas narraciones, de voces de amplia sonoridad atrapadas en cuentos y leyendas de un imaginario colectivo que les hacia familiar la amplitud de sublimados lugares. Así tomaron contacto antes que con otros espacios con la geografía de la Isla, desde entonces Semper Trubada en la que el canario fue llamado isleño, asumiendo sin darle mayor importancia el timbre que iba engarzado a tal diferencia y distinción, que contribuyó allí y en otros muchos lugares a desarrollar la imagen especular de su carácter, donde se supo medir con el trabajo y dar cuenta de su humanidad, de su natural humildad, y del valor absoluto de su palabra, rasgos consustanciales que constituían su intangible patrimonio y que se fueron gestando en su universo volcánico con el empuje del mestizaje y la forzada invitación que hacia la isla para que se sintiera capaz de vencer ataduras y partir al encuentro con las nuevas tierras.
Destino natural.
Si Schakespeare no dudó al citar a Inglaterra como “Esta gema preciosa incrustada en un mar de oro que le sirve de muralla”, a Cuba, la evocada perla insertada en el collar del Caribe, no cabe escatimarle los merecidos elogios, como el que recibió desde la primera mirada que diera a sus playas el Almirante en el inaugurar de un nuevo tiempo. Ya desde entonces los canarios sintieron que allí estaba uno de sus destinos naturales, percibiéndola como una prolongación de su archipiélago, o si lo prefieren comenzaron a entender que su lugar de origen venía a ser la extensión hacia el Viejo Mundo de tan fecundo suelo.
Los canarios somos islas, que en más de una ocasión deambulamos a la deriva. Nos salvó durante muchos años el verde horizonte que se antojaba generoso al otro lado del gran azul. El paso dado de manera rauda y decidida por la incipiente población llegó a inquietar seriamente a la Corona dado el temor al previsible despoblamiento, como seña al término del siglo dieciséis el regidor de Tenerife. La autoridad de ese tiempo no deja de manifestar su inquietud por la deriva que van tomando los hechos, solicitando del Rey se prohíba la emigración, que justifican señalando la indefensión en la que quedaba Canarias “frente a los navíos luteranos y otros enemigos”.
El drama humano de partir, no puede tapar el ingrato presente de aquellos que vivían en condiciones de abandono, de semiesclavitud, en su propia tierra. Cuando hace unos años los medios de comunicación daban cuenta del espeluznante episodio de los dominicanos que viajaban como polizones en el pesquero Well de bandera panameña, y que fueron salvajemente arrojados al mar sin contemplaciones en aguas internacionales, se reabrían viejas heridas en la mera evocación de un tiempo que para las gentes de nuestra tierra quedó marcado por el ejercicio de contratas y de barcos que llevaban sin mayor miramiento un cargamento humano, hacinado y sin la menor consideración, negocio puro y duro que dieron fuste y honor a comerciantes, también isleños, carentes del más mínimo sentido del deber y de la honestidad, patriarcas de renombrado alcurnia para encumbradas familias de abolengo patrio.
Pero así fue también ese caminar hacia La Habana, despensa siempre abierta cuando a Canarias llegó el azote cíclico de la crisis en cualquier eslabón del monocultivo. El Reglamento de Emigración de 1718 lo deja muy claro, estipulando lo que popularmente damos en llamar el “tributo de sangre”: que salgan cincuenta familias anuales, de cinco personas cada una, por cada tonelada exportada. Se exige además que sean personas jóvenes, en plenitud laboral, limitando la edad de los padres entre los 18 y los 40 años. Se establecen incentivos reales: por cada persona se hará entrega de un doblón de cuatro escudos de plata y se le exonerará de los gastos de pasaje, además de entregarles aperos de labranza, así como hierro y acero para construir utensilios en destino. En América recibirán tierras para solares y peonías, semillas, ganado de cría, etc, promesas que a modo de enganche quedaban muchas veces suspendidas en uno de sus lados.
A lo largo del siglo XIX y debido al pujante desarrollo económico, la emigración hacia Cuba, ya consolidada, registra un crecimiento considerable. El profesor Antonio Macías señala que en apenas 15 años, entre 1835 y 1850, parten hacia la gran isla unos 50.000 canarios. En esos años la población cubana no llegaba al millón y medio de habitantes.
Cruce de civilizaciones.
Cuba fue, como Canarias, base logística en el febril proceso de llegar al siempre más allá, en la avidez de nuevas tierras. El Puerto de Carenas, que pronto pasará a denominarse de La Habana, vive al dictado de las encomiendas, del arribo de nuevas voces que llenarán, primero pausadamente y luego con imparable empuje, la tierra de los tainos y siboneyes. La Flota de Nueva España, los Galeones de Tierra Firme, y otros muchos buques llevan la mano de obra y trasladan los frutos cosechados, en el intercambio incesante que hará crecer a la talasocracia española.
Se alimenta nuestro imaginario compartido con amplios capítulos de azarosas aventuras, que se recrean en los males que acechan en el camino, por la impericia de los nuevos mareantes, o por el asalto piratesco. Un canario, Silvestre de Balboa Troya y Quesada, deja constancia en Espejo de Paciencia, poema, en octavas reales, del secuestro del obispo de Cuba Juan de las Cabezas Altamirano, en 1604, que acaba con la muerte del pirata francés Gilberto Girón. Cuenta como los vecinos de Bayamo y Puerto Príncipe (hoy Camagüey) liberan al mitrado y dan muerte al pirata. En la obra, considerada la primera manifestación literaria cubana, se pueden apreciar que subyacen referencias al comercio, sin ocultar las claves con las que se dibuja el contrabando arraigado en la cultura marinera y que fue una referencia constante en esa época. El suceso tuvo que ser conocido por el palmeroFrancisco Díaz Pimienta, el oficial más sobresaliente y controvertido en la marina de Felipe II, periodo en el que llegan a los puertos peninsulares las más preciadas maderas cubanas que irán destinadas a confeccionar el artesonado de El Escorial.
Canarias ha de ceder el preciado cultivo del azúcar ante el auge que este experimenta en Cuba. El primer ingenio azucarero que se establece en la isla surge por iniciativa de la canaria Catalina Hernández. No solo se traslada a Cuba la caña que dio a Canarias el reconocimiento en el Viejo mundo de Islas del Azúcar sino que con ella viajan hacia allá los maestros y oficiales azucareros.
Los canarios que se establecen en Cuba pasan a formar parte de una sociedad abierta al mestizaje. Se empeñarán a la faena en la caña y luego en el tabaco, con jornadas de 16 horas, entre siembras y recogidas de cujes, trabajos en secaderos y en las escogidas, en campos ganados a golpe de machete… Son parte activa, dispuesta a mostrar su indignación ante las injusticias como sucede a partir de 1717 en las afueras de La Habana, respondiendo a los férreos dictados de la Real Factoría de Tabacos. La Insurrección de Los Vegueros la protagonizan quienes se ven sumidos en préstamos de ampulosa usura para poder continuar hipotecados en su trabajo, observando entre indignación e impotencia como otros se enriquecían: los burócratas del monopolio. El alzamiento culmina en 1723 con el fusilamiento de once vegueros, para exhibir a continuación sus cuerpos colgados en el camino del Rancho de Boyeros.
Hacia el desencuentro.
El cordón umbilical con el lugar de origen no se rompe. Se idealiza en la distancia el terreno vernáculo. Si la fortuna sonríe llegan a los puertos canarios preciados regalos, artísticas imágenes y piezas de orfebrería del barroco cubano, como La Cruz de Filigrana de Plata que el religioso Nicolás Estévez Borges envía desde La Habana a sus paisanos icodenses, obra considerada en su género la mayor del mundo, y que ejecuta el platero Jerónimo de Espellosa en su taller de la calle de Los Oficios entorno a 1665.
Los canarios con más suerte participan de manera directa en la sacarocracia, el poderío azucarero que imprime el mayor avance económico de la isla y con el que entra de manera ágil en la modernidad. Recordemos que en 1837 Cuba hace gala de contar con el cuarto ferrocarril del mundo, el de La Habana - Bejucal, casi una década antes que el Barcelona - Mataró, el primero de España. Se irá forjando con mayor rotundidad una identidad nacional que no deja de despertar la codicia y que alimenta sentimientos encontrados. Félix Varela Morales, el celebre presbítero, llega a decir que no se vivía el amor a Cuba ni a España: “sólo hay amor a las cajas de azúcar y a los sacos de café”.
El canario forma parte de la población blanca pero no entiende ni asimila la negrofobía que anida en la ramplona oligarquía, estrecho núcleo de poder que no duda en ejercer ínfulas dominadoras, como lo demuestra en años de cuero que suscitan diferentes sublevaciones. Es el tiempo que suscita novelas como Cecilia Valdés o en él que el mulato José White, el genial violinista, regresa a la Habana con el premio obtenido en el Conservatorio Nacional de París. Curiosamente Cuba podía presumir entonces de otro genial violinista, igualmente negro, Claudio Brindis, y de uno de los más notables pianistas con el mayor reconocimiento europeo, Lico Jiménez, profesor en el conservatorio de Leipzig. La isla y sus gentes vive inmersa en un periodo de contradicciones y de profundos cambios.
El cordón umbilical con España se va adelgazando y amenaza con resquebrajarse ante el pábulo y la mirada aguileña que no ocultan los vecinos de El Norte. La sacarocracia impone sus intereses, con promesas y encendido patriotismo. Casi a la par que La Gloriosa surgeLa Damajagua cubana, en clara referencia al modesto trapiche de los betlemitas. Con el levantamiento que inicia Carlos Manuel de Céspedes se vivirá en Canarias toda una sacudida, que obligará a vivir de sobresalto en sobresalto, sin entender el alcance de la errática estrategia de la tierra arrasada y la reconcentración que impone Valeriano Weyler;el destierro a Fernando Poo de criollos considerados revolucionarios independentistas, proceso que traerá incluso algunos a Canarias; el fusilamiento de los estudiantes de medicina y la respuestas cabal que frente a tan alta ignominia hará el canario Nicolás Estévanez; el avance de los mambises; la voladura del crucero norteamericano Maine; y la contienda final del 98, con la destrucción de la Escuadra de Cervera que se resuelve en 112 días. La guerra, en su largo periodo del 87 al 99 deja un saldo de muertes, desaparecidos y desertores superior a los 200.000 hombres.
Con José Martí y Dulce María Loynaz
Nos cabe el honor de sentirnos unidos a un pueblo, que vio nacer a José Julián Martí Pérez, el hijo de la tinerfeña doña Leonor Pérez Cabrera, un habanero llamado a servir a los ideales emergentes, quien entendió la hondura de la Patria con el común denominador de Humanidad. En el Ejercito Libertador, entre las tropas mambises, figuran canarios de arraigado e indiscutible amor a Cuba. El propio Martí destaca al canario Ignacio Montesinos, con quien coincide en el presidio de La Habana, valorando su búsqueda de libertad y el arrojo de su mirada sin barreras ni ataduras. Muchos canarios lucharon en el Ejercito Libertador. Sangre canaria intensifica su siembra en los campos de Cuba. Amor con amor se paga, diría Martí evocando el tributo inmenso a una causa, que el propio pichón de isleña presiente con claridad como una nueva pérdida ante la fatal actitud de los que precipitan en la sombra la contienda, para “con el crédito de mediador y de garantizador quedarse con ella”.
En el alma de la hija del general Enrique Loynaz del Castillo, autor del Himno Invasor: ¡ A la carga: a morir o vencer !, en el cuidado estilo de la esposa del periodista tinerfeño Pablo Álvarez de Cañas, anidó por siempre el suave y constante latido de la isla de origen, del territorio del isleño que entró en su casa como un tropel de golondrinas de un verano al que siempre quiso retornar partiendo de su casa de El Vedado, un tiempo que esperó como naufraga en una jaula de mármoles neoclásicos, porque ese tiempo y el soplo benefactor del paisaje canario quedó prendido entre el mirto y el laurel del recuerdo en un libro pleno, que vio la luz en 1958.
Tuve la suerte de percibir en la mirada de Dulce María, la pausa y el respeto de un sincero reconocimiento a la honda dimensión del sentir isleño. Lo aprecie por igual en el gesto deGregorio Fuentes, el patrón del buque Pilar, cuando lo saludé en Cojimar. El lanzaroteño, que se hizo cubano con apenas diez años, compartió con Ernest Hemingway aventuras inolvidables, que muchos han tratado de entrever en las páginas de El Viejo y el mar.
La isla es un tesoro para el continente, así lo entendió Bertrand Russel. En el caso canario son un cofre de hondo afán que como Martí saluda a la humanidad, entendiéndola como patria indivisible, como lugar de encuentro y sobre el que no caben injerencias, como así lo quiso ver Pedro García Cabrera. El cubano Pablo Milanes lo expresa al manifestar su amor a la isla en el inequívoco marco geográfico que le distingue frente al espacio continental:Amo esta isla, soy del caribe, jamás podré pisar tierra firme, porque me inhibe.
Pero así fue también ese caminar hacia La Habana, despensa siempre abierta cuando a Canarias llegó el azote cíclico de la crisis en cualquier eslabón del monocultivo. El Reglamento de Emigración de 1718 lo deja muy claro, estipulando lo que popularmente damos en llamar el “tributo de sangre”: que salgan cincuenta familias anuales, de cinco personas cada una, por cada tonelada exportada. Se exige además que sean personas jóvenes, en plenitud laboral, limitando la edad de los padres entre los 18 y los 40 años. Se establecen incentivos reales: por cada persona se hará entrega de un doblón de cuatro escudos de plata y se le exonerará de los gastos de pasaje, además de entregarles aperos de labranza, así como hierro y acero para construir utensilios en destino. En América recibirán tierras para solares y peonías, semillas, ganado de cría, etc, promesas que a modo de enganche quedaban muchas veces suspendidas en uno de sus lados.
A lo largo del siglo XIX y debido al pujante desarrollo económico, la emigración hacia Cuba, ya consolidada, registra un crecimiento considerable. El profesor Antonio Macías señala que en apenas 15 años, entre 1835 y 1850, parten hacia la gran isla unos 50.000 canarios. En esos años la población cubana no llegaba al millón y medio de habitantes.
Cruce de civilizaciones.
Cuba fue, como Canarias, base logística en el febril proceso de llegar al siempre más allá, en la avidez de nuevas tierras. El Puerto de Carenas, que pronto pasará a denominarse de La Habana, vive al dictado de las encomiendas, del arribo de nuevas voces que llenarán, primero pausadamente y luego con imparable empuje, la tierra de los tainos y siboneyes. La Flota de Nueva España, los Galeones de Tierra Firme, y otros muchos buques llevan la mano de obra y trasladan los frutos cosechados, en el intercambio incesante que hará crecer a la talasocracia española.
Se alimenta nuestro imaginario compartido con amplios capítulos de azarosas aventuras, que se recrean en los males que acechan en el camino, por la impericia de los nuevos mareantes, o por el asalto piratesco. Un canario, Silvestre de Balboa Troya y Quesada, deja constancia en Espejo de Paciencia, poema, en octavas reales, del secuestro del obispo de Cuba Juan de las Cabezas Altamirano, en 1604, que acaba con la muerte del pirata francés Gilberto Girón. Cuenta como los vecinos de Bayamo y Puerto Príncipe (hoy Camagüey) liberan al mitrado y dan muerte al pirata. En la obra, considerada la primera manifestación literaria cubana, se pueden apreciar que subyacen referencias al comercio, sin ocultar las claves con las que se dibuja el contrabando arraigado en la cultura marinera y que fue una referencia constante en esa época. El suceso tuvo que ser conocido por el palmeroFrancisco Díaz Pimienta, el oficial más sobresaliente y controvertido en la marina de Felipe II, periodo en el que llegan a los puertos peninsulares las más preciadas maderas cubanas que irán destinadas a confeccionar el artesonado de El Escorial.
Canarias ha de ceder el preciado cultivo del azúcar ante el auge que este experimenta en Cuba. El primer ingenio azucarero que se establece en la isla surge por iniciativa de la canaria Catalina Hernández. No solo se traslada a Cuba la caña que dio a Canarias el reconocimiento en el Viejo mundo de Islas del Azúcar sino que con ella viajan hacia allá los maestros y oficiales azucareros.
Los canarios que se establecen en Cuba pasan a formar parte de una sociedad abierta al mestizaje. Se empeñarán a la faena en la caña y luego en el tabaco, con jornadas de 16 horas, entre siembras y recogidas de cujes, trabajos en secaderos y en las escogidas, en campos ganados a golpe de machete… Son parte activa, dispuesta a mostrar su indignación ante las injusticias como sucede a partir de 1717 en las afueras de La Habana, respondiendo a los férreos dictados de la Real Factoría de Tabacos. La Insurrección de Los Vegueros la protagonizan quienes se ven sumidos en préstamos de ampulosa usura para poder continuar hipotecados en su trabajo, observando entre indignación e impotencia como otros se enriquecían: los burócratas del monopolio. El alzamiento culmina en 1723 con el fusilamiento de once vegueros, para exhibir a continuación sus cuerpos colgados en el camino del Rancho de Boyeros.
Hacia el desencuentro.
El cordón umbilical con el lugar de origen no se rompe. Se idealiza en la distancia el terreno vernáculo. Si la fortuna sonríe llegan a los puertos canarios preciados regalos, artísticas imágenes y piezas de orfebrería del barroco cubano, como La Cruz de Filigrana de Plata que el religioso Nicolás Estévez Borges envía desde La Habana a sus paisanos icodenses, obra considerada en su género la mayor del mundo, y que ejecuta el platero Jerónimo de Espellosa en su taller de la calle de Los Oficios entorno a 1665.
Los canarios con más suerte participan de manera directa en la sacarocracia, el poderío azucarero que imprime el mayor avance económico de la isla y con el que entra de manera ágil en la modernidad. Recordemos que en 1837 Cuba hace gala de contar con el cuarto ferrocarril del mundo, el de La Habana - Bejucal, casi una década antes que el Barcelona - Mataró, el primero de España. Se irá forjando con mayor rotundidad una identidad nacional que no deja de despertar la codicia y que alimenta sentimientos encontrados. Félix Varela Morales, el celebre presbítero, llega a decir que no se vivía el amor a Cuba ni a España: “sólo hay amor a las cajas de azúcar y a los sacos de café”.
El canario forma parte de la población blanca pero no entiende ni asimila la negrofobía que anida en la ramplona oligarquía, estrecho núcleo de poder que no duda en ejercer ínfulas dominadoras, como lo demuestra en años de cuero que suscitan diferentes sublevaciones. Es el tiempo que suscita novelas como Cecilia Valdés o en él que el mulato José White, el genial violinista, regresa a la Habana con el premio obtenido en el Conservatorio Nacional de París. Curiosamente Cuba podía presumir entonces de otro genial violinista, igualmente negro, Claudio Brindis, y de uno de los más notables pianistas con el mayor reconocimiento europeo, Lico Jiménez, profesor en el conservatorio de Leipzig. La isla y sus gentes vive inmersa en un periodo de contradicciones y de profundos cambios.
El cordón umbilical con España se va adelgazando y amenaza con resquebrajarse ante el pábulo y la mirada aguileña que no ocultan los vecinos de El Norte. La sacarocracia impone sus intereses, con promesas y encendido patriotismo. Casi a la par que La Gloriosa surgeLa Damajagua cubana, en clara referencia al modesto trapiche de los betlemitas. Con el levantamiento que inicia Carlos Manuel de Céspedes se vivirá en Canarias toda una sacudida, que obligará a vivir de sobresalto en sobresalto, sin entender el alcance de la errática estrategia de la tierra arrasada y la reconcentración que impone Valeriano Weyler;el destierro a Fernando Poo de criollos considerados revolucionarios independentistas, proceso que traerá incluso algunos a Canarias; el fusilamiento de los estudiantes de medicina y la respuestas cabal que frente a tan alta ignominia hará el canario Nicolás Estévanez; el avance de los mambises; la voladura del crucero norteamericano Maine; y la contienda final del 98, con la destrucción de la Escuadra de Cervera que se resuelve en 112 días. La guerra, en su largo periodo del 87 al 99 deja un saldo de muertes, desaparecidos y desertores superior a los 200.000 hombres.
Con José Martí y Dulce María Loynaz
Nos cabe el honor de sentirnos unidos a un pueblo, que vio nacer a José Julián Martí Pérez, el hijo de la tinerfeña doña Leonor Pérez Cabrera, un habanero llamado a servir a los ideales emergentes, quien entendió la hondura de la Patria con el común denominador de Humanidad. En el Ejercito Libertador, entre las tropas mambises, figuran canarios de arraigado e indiscutible amor a Cuba. El propio Martí destaca al canario Ignacio Montesinos, con quien coincide en el presidio de La Habana, valorando su búsqueda de libertad y el arrojo de su mirada sin barreras ni ataduras. Muchos canarios lucharon en el Ejercito Libertador. Sangre canaria intensifica su siembra en los campos de Cuba. Amor con amor se paga, diría Martí evocando el tributo inmenso a una causa, que el propio pichón de isleña presiente con claridad como una nueva pérdida ante la fatal actitud de los que precipitan en la sombra la contienda, para “con el crédito de mediador y de garantizador quedarse con ella”.
En el alma de la hija del general Enrique Loynaz del Castillo, autor del Himno Invasor: ¡ A la carga: a morir o vencer !, en el cuidado estilo de la esposa del periodista tinerfeño Pablo Álvarez de Cañas, anidó por siempre el suave y constante latido de la isla de origen, del territorio del isleño que entró en su casa como un tropel de golondrinas de un verano al que siempre quiso retornar partiendo de su casa de El Vedado, un tiempo que esperó como naufraga en una jaula de mármoles neoclásicos, porque ese tiempo y el soplo benefactor del paisaje canario quedó prendido entre el mirto y el laurel del recuerdo en un libro pleno, que vio la luz en 1958.
Tuve la suerte de percibir en la mirada de Dulce María, la pausa y el respeto de un sincero reconocimiento a la honda dimensión del sentir isleño. Lo aprecie por igual en el gesto deGregorio Fuentes, el patrón del buque Pilar, cuando lo saludé en Cojimar. El lanzaroteño, que se hizo cubano con apenas diez años, compartió con Ernest Hemingway aventuras inolvidables, que muchos han tratado de entrever en las páginas de El Viejo y el mar.
La isla es un tesoro para el continente, así lo entendió Bertrand Russel. En el caso canario son un cofre de hondo afán que como Martí saluda a la humanidad, entendiéndola como patria indivisible, como lugar de encuentro y sobre el que no caben injerencias, como así lo quiso ver Pedro García Cabrera. El cubano Pablo Milanes lo expresa al manifestar su amor a la isla en el inequívoco marco geográfico que le distingue frente al espacio continental:Amo esta isla, soy del caribe, jamás podré pisar tierra firme, porque me inhibe.
(Continuará)
Una Colaboracion de Miguel leal Cruz, de Peridismo Historicosl