(Foto de Internet . Continuación)
“Lo que no se cuenta sobre muchas Tribus Latinoamericanas, sólo se habla de lo crueles que fueron los conquistadores españoles. Ese es el resultado de la Leyenda Negra anti-española, aquí tienen la realidad”. J.R.M.
CASA DE ALTOS ESTUDIOS DON FERNANDO ORTIZ
UNIVERSIDAD DE LA HABANA
BIBLIOTECA DE CLÁSICOS CUBANOS
RECTOR DE LA UNIVERSIDAD DE LA HABANA Juan Vela Valdés
DIRECTOR Eduardo Torres-Cuevas
SUBDIRECTOR Luis M. de las Traviesas Moreno
EDITORA PRINCIPAL Gladys Alonso González
DIRECTOR ARTÍSTICO Luis Alfredo Gutierrez Eiró
ADMINISTRADORA EDITORIAL Esther Lobaina Oliva
Según Clavijero, los aztecas fundaron la ciudad de Méjico en el año 1325 de la era cristiana, y poco antes fue cuando sacrificaron por primera vez un corto número de prisioneros de guerra.91
Raros en su origen estos sacrificios, aumentáronse poco a poco hasta que corrió la sangre a torrentes en sus numerosas fiestas religiosas,92 en la consagración de sus templos y en la coronación y funerales de sus reyes y señores. Ya el objeto de sus guerras no fue tanto por engrandecerse, cuanto por hacer prisioneros para el sacrificio.93 “Los Dioses tienen hambre”, decían a veces los sacerdotes al monarca; y si en el furor de los combates se derramaba menos sangre, era por el interés de coger vivos a los enemigos, para ofrecerlos en holocausto a sus dioses sanguinarios. Cuando Cortés preguntó a Moctezuma “¿cómo siendo tan poderoso y habiendo conquistado tantos reinos, no había sojuzgado la provincia de Tlaxcala, que tan cerca estaba?” Moctezuma le respondió que por dos razones: la una, por tener en qué ejercitar la juventud mejicana, para que no se criase en ocio y regalo: la otra, y principalmente, porque había reservado aquella provincia para sacar cautivos que sacrificar a sus dioses.94 Ningún rescate podía librar al cautivo del sacrificio, y el valor de un guerrero mejicano se graduaba por el número de prisioneros que hacía.95
El modo ordinario del sacrificio era abrir la víctima por el pecho y sacarle el corazón; pero a veces, ora se la ahogaba en el lago de Méjico, ora se la hacía morir de hambre, encerrándola en las cavernas de los montes, ora, en fin, combatiendo como los gladiadores de la antigua Roma.96
Cuando llegaba la hora tremenda de consumar el sacrificio del primer modo indicado, seis sacerdotes con las manos, rostro y cuerpo pintados de negro, hacían subir al cautivo al atrio del templo. Cinco de aquéllos vestían mantos blancos recamados (ricamati) de negro, con la frente ar- mada (adornada o ceñida) de cotellini de papel de varios colores, y con largas y revueltas cabelleras. El sexto sacerdote, que era el gran sacrificador, llevaba un manto rojo, símbolo de su sanguinario ministerio, una corona en la cabeza, de hermosas plumas verdes y amarillas, y en la mano un cuchillo formidable de una materia volcánica, dura como el pedernal.97 Tendíase a la víctima boca arriba sobre una gran piedra de jaspe, de más de cinco pies de largo, tres de ancho, otro tanto de alto, y un poco convexa por la parte superior para que el pecho le quedase prominente. En esta posición, cuatro de los sacerdotes le sujetaban los pies y las manos, otro le apretaba la garganta contra la piedra echándole una media argolla de madera en forma de serpiente, y el sexto armado de cuchillo, le abría el pecho con una prontitud asombrosa, metiendo la mano por la herida, le arrancaba el corazón, que caliente y palpitante ofrecía al sol, y después lo arrojaba a los pies del ídolo del templo.98 Esta muerte horrible sufrieron en la noche triste muchos de los españoles compañeros de Cortés, y sus carnes después del sacrificio fueron devoradas como de costumbre, en un banquete sagrado.99 Tal fue el modo ordinario de los sacrificios entre los aztecas; pero hubo casos en que la víctima era inmolada con ceremonias diferentes y de una manera más cruel.100
La bárbara costumbre de los sacrificios humanos no sólo existió en muchos pueblos de América, sino en otros del viejo continente.
Los cananeos inmolaron cruelmente a los niños en los brazos de su ídolo Moloch.101 Víctimas humanas sacrificaron también los moabitas.102 Lo mismo hicieron por hecatombes algunos pueblos de la antigua España.
Los galatas sacrificaron cada cinco años los malhechores a sus dioses, ya empalándolos, ya consumiéndolos en hogueras, y suerte igual experimentaron sus prisioneros de guerra.103
Los escitas, además de caballos y otros animales, ofrecieron al dios Marte algunos de sus prisioneros.104
Aquí aparece el escita menos feroz que el mejicano, porque aquél no devoraba como éste las carnes de la víctima en un banquete solemne.
Los antiguos germanos sacrificaban en ciertos días víctimas humanas a Mercurio, que era su principal divinidad,105 y lo mismo hicieron los antiguos galos.106
Los árabes inmolaron hombres a sus divinidades, y todavía en el sig1o sexto duraban entre ellos estos sacrificios.107
Viniendo a nuestros días, vese en África que algunas naciones practican sacrificios humanos; y entre ellos, ninguna es tan conocida de los europeos, ni goza de tan funesta celebridad como la de Dahomey en la costa occidental de aquel continente.
Pero se dirá, que todas las naciones hasta aquí mencionadas vivieron en la barbarie, y que los mejicanos, que inmolaron hombres como ellas, no tuvieron por cierto la civilización que tanto se pondera. Nada sería más erróneo que este argumento, porque las supersticiones religiosas tienen un imperio tan poderoso sobre el corazón humano, que a veces sobreviven muchos siglos a la época en que los pueblos que las practican han salido ya de la barbarie. ¿No subió el antiguo Egipto a una civilización muy elevada? Pero al mismo tiempo, ¿no estuvo en contradicción con ella el absurdo y ridículo sistema religioso que profesó? Si no puede afirmarse que ese pueblo hubiese manchado su culto con sangre humana, otros, ciertamente, a quienes no cuadra la denominación de bárbaros la derramaron también en honor de sus divinidades.
La antigua India, a pesar de su adelantada civilización, celebró sacrificios humanos, y sus dioses hallaban la sangre de las víctimas sabrosa como la ambrosía.108 Los battas, en la isla de Sumatra, aunque ya civilizados, se comían por su precepto religioso a sus más próximos parientes viejos y enfermos.109
Los persas enterraban gente viva, y a veces era para sacrificar a los dioses.110 Los antiguos griegos del continente y de las islas sacrificaron a sus dioses víctimas humanas,111 y en la Arcadia todavía se inmolaban en tiempo de Eusebio.112
Los mismos hebreos, ese pueblo escogido de Dios, olvidándose de las leyes, y entregándose a una idólatra apostasía, sacrificaron a sus hijos a los dioses de Canaán.113
Iguales sacrificios hicieron los fenicios a Saturno en tiempo de guerra y de otras calamidades.114
Los cartagineses, que fueron uno de los pueblos más célebres de la Antigüedad, inmolaron a Kronos, no ya los prisioneros de guerra, sino los hijos de las familias más distinguidas de Cartago.115 Y todavía practicaron estos sacrificios en tiempo de Eusebio.116
Hombres sacrificaron a Júpiter y a Apolo los antiguos romanos;117 y si damos crédito, a Porphiro, 118 ellos no abolieron enteramente esta práctica sanguinaria hasta el año 657 de la fundación de Roma.
Robertson, en el libro VII de su Historia de América, atribuye los sacrificios de los mejicanos, no a su bárbaro estado, pues que él reconoce los adelantamientos sociales que habían hecho, sino al sistema religioso que adoptaron.
En su concepto, todos los países donde se adora como divinidad al sol, la luna y otros objetos de la naturaleza, el espíritu de superstición es dulce; pero cuando se rinde un culto religioso a seres quiméricos, hijos de la imaginación y del temor del hombre, entonces la superstición toma unas formas extrañas y feroces. La primera de estas religiones, dice él, fue la de los peruanos; la segunda, la de los mejicanos; y he aquí, dice él también, por qué éstos inmolaron hombres; mas, no aquéllos.
Este raciocinio de Robertson, por más filosófico que parezca, es completamente falso. Que se derrame o no sangre humana en el culto de los pueblos idólatras, esto no depende de que los seres a quienes ellos adoran, sean objetos naturales, o puramente quiméricos, sino de las ideas supersticiosas que los obcecan y obligan a tributar adoraciones de aqueste o del otro género. El hombre en su pequeñez, deseando hacerse propicia la divinidad que rige el universo, juzga que las ofrendas que le consagra, cuanto más nobles y más preciosas, tanto más aceptables le serán; y como nada en la creación es comparable al hombre, él creyó en su delirante fanatismo, que a veces debía derramar en los altares la sangre de sus semejantes.
Si volvemos la vista a los pueblos que en el nuevo continente ofrecieron víctimas humanas, encontramos que algunos de ellos adoraron objetos naturales. Culto rindieron al sol los indios que habitaban la Florida entre los 30o y 35o de latitud septentrional; y, sin embargo, a él le sacrificaban los prisioneros de guerra.119 A ese astro contaron también entre sus divinidades los mismos mejicanos, y por eso, en el acto del sacrificio, el gran sacrificador le ofrecía el corazón de la víctima.
En el espacio comprendido entre la península de Yucatán y Guatemala habitaron varias naciones, y una de las principales de ellas, llamada de los indios lacondones, adoraba también al sol, a cuyo astro se ofrecía el corazón de sus prisioneros del mismo modo que los mejicanos.120
Los itzaes, otra de las naciones de aquella región, tuvieron mucha variedad de sacrificios, y uno era el que se hacía al ídolo Hobo. Era éste de metal hueco, como Moloch entre los cananeos, abierto por las espaldas y con los brazos tendidos. Encerrábase en él la víctima, y aplicándole fuego, quedaba allí hecha cenizas; y para que nadie tuviese compasión de los lamentos de la víctima, los sacerdotes durante el sacrificio, bailaban, gritaban, y tañían sus estrepitosos instrumentos. A los padres y parientes hacíaseles bailar con los demás circunstantes mientras duraba tan horrible sacrificio.121
Los indios del Nuevo Reino de Granada adoraron al sol y a la luna como dos divinidades creadoras del universo; pero ya hemos visto que a veces regaron sus templos con la sangre de los muchachos.122
Los mismos peruanos, cuya religión nos presenta Robertson tan inmaculada, no estuvieron del todo exentos de sacrificios humanos, pues cuando los incas estaban enfermos, o iban a la guerra, solieran inmolarse niños de la edad de 4 a 10 años, para que aquéllos alcanzasen la salud o la victoria.123
Al coronarse los incas, sacrificábanse 200 niños, ahogándolos y enterrándolos unas veces, o degollándolos otras, con cuya sangre untábanse los sacerdotes de oreja a oreja. En esa solemnidad inmolábanse también las vírgenes Mamaconas del templo. Cuando estaba enfermo algún indio principal y el sacerdote decía que había de morir, sacrificaban al hijo diciendo: “que se contentase el ídolo con él y que no quitase la vida al padre”.124
En otros casos sacrificaron también los peruanos víctimas humanas; mas, no hay necesidad de prolongar esa lista fúnebre.
El célebre historiador escocés tuvo poco acceso a las fuentes originales y no leyó todo lo que debió leer para escribir la historia de América. Acaso en este punto siguió al inca Garcilaso de la Vega, quien niega en la parte 1a, libro II, capítulo IX de sus Comentarios Reales, que los peruanos se hubiesen manchado con esos sacrificios. Pero Garcilaso fue por su madre descendiente de los incas del Perú e interesado en repeler tan grave cargo contra la memoria de sus progenitores; su testimonio debe mirarse con desconfianza, y tanto más, cuanto que autores que conocieron las costumbres de aquellos indios, afirman positivamente lo contrario. Fray Vicente de Valverde, obispo del Cuzco, dice en una carta interesante que escribió a Carlos V: “Sacrifican ovexas y palomas al sol, porque entre los señores principales y en la mayor parte de la tierra no sacrificaban hombres ni adoraban ídolos sino al Sol, aunque en algunas provincias sugetas a este señor [al inca del Cuzco] sacrifican ombres y adoran ídolos”.125
Acerca del número de víctimas sacrificadas en Méjico, hay gran divergencia entre los autores. Los primeros religiosos franciscos que llegaron a Méjico muy poco después de la conquista, calcularon en casi 2 500 los hombres y los niños inmolados anualmente en aquella capital y en algunos pueblos circunvecinos de la laguna.126 Pero este cómputo es muy incompleto, pues solamente comprende una parte del imperio. Las Casas en su impugnación al doctor Sepúlveda, dice que el número de víctimas era muy corto. Zumárraga, primer obispo de Méjico, en una carta que escribió en 12 de junio de 1531 al Capítulo General de su Or- den, reunido en Tolosa de España, eleva a 20 000 el total anual en sólo la ciudad de Méjico.127 Clavijero cree que no es excesivo calcular en 20 000 los sacrificios anuales.128 López Gomara, llevado de lo que otros dicen, opina que hubo años hasta de 50 000.129 Herrera, más circunspecto, no se atreve a fijar cantidad anual; pero dice que hubo vez en que las vícti- mas pasaron de 5 000 y aun 20 000.130
Autores muy versados en las antigüedades mejicanas, como Torquemada y don Fernando de Alba, nombre que se dio al indio Ixtlilxóchitl, elevan el primero131 a 72 344 y el segundo132 a 80 400 los prisioneros inmolados en pocos días, cuando en el año de 1486 se celebró la consagración del gran templo de Méjico. Con estas cifras no concuerda la Explicación del Código Telleriano-Remense, pues en ella se afirma que entonces sólo fueron sacrificados 4 000 prisioneros.133 Prescott134 no cree que entonces se hubiesen sacrificado tantas víctimas, y fúndase en que los prisioneros se habrían sublevado para no dejarse matar como carneros, y en que la corrupción de los cadáveres habría ocasionado una peste. Yo tampoco creo en tales exageraciones; pero no por las dos razones que él expone. En cuanto a la primera, es de advertir, que ni todos los cautivos estarían juntos, sino esparcidos en varios lugares; ni que se sacarían todos de un golpe, puesto que los sacrificios duraron cuatro días consecutivos.
Tomaríanse, además, con ellos todas las precauciones posibles para que no se sublevasen o escapasen. La nación mejicana era populosa y guerrera; y como la fiesta que entonces se celebró fue una de las más solemnes, acudirían a la capital muchos habitantes de otros pueblos; y este extraordinario concurso facilitaba los medios de consumar aquel sacrificio con toda seguridad. Clavijero dice que en concepto de algunos autores, 6 millones de personas asistieron a esta gran fiesta, número que aunque, en su juicio, puede ser exa- gerado, no le parece absolutamente inverosímil.135
Yo no creo en tales 6 millones; pero sí admito que la concurrencia sería muy numerosa y más que suficiente para impedir que los cautivos se sublevasen. En cuanto a la peste, muchos cadáveres serían devorados, según costumbre, en el banquete sagrado que se hacía después del sacrificio; y los restantes serían transportados a puntos diferentes para impedir su acumulación, o enterrados o quemados, como se practicaba con otros muertos.
Para mí, la verdadera dificultad consiste en el prodigioso número de víctimas que se señala; porque cuando se celebró la consagración del gran templo en 1486, ya estaban terminadas las conquistas del vasto país que formaron aquel imperio, pues a excepción de Tlaxcala, todos los pueblos obedecían ciegamente al monarca de Méjico: de manera que de ellos ya no se podían sacar cautivos. Y si Tlaxcala no sucumbió también, fue porque de intento se la dejó independiente para guerrear con ella, ejercitar, como se ha dicho, en las armas a la juventud mejicana y coger prisioneros para el sacrificio. ¿Pero esto mismo no prueba que ya eran muy pocas las guerras exteriores, y que por lo mismo había gran dificultad en hacer cautivos? Muy raras debieron también de ser las insurrecciones intestinas, por el grado de profunda sumisión a que estaban reducidas las provincias subyugadas; y esto demuestra, que ya estaban casi agotadas las fuentes de donde se sacaban las víctimas humanas. Para reunir todas las que entonces se inmolaron, fue preciso ir reservando los prisioneros que se hicieron en las guerras de los cuatro años anteriores;136 pero este número no pudo ser tan grande como se supone, así por las razones ya expuestas, como por la multitud de sacrificios que hacían los mejicanos en las frecuentísimas fiestas que anualmente celebraban.
En medio de tanta incertidumbre, hay un dato que derrama mucha luz sobre el número aproximado de las víctimas que hubo en la consagración del gran templo en 1486. “Para hacer —dice Clavijero— con mayor aparato tan horrible sacrificio, las víctimas se pusieron en dos filas, cada una de casi milla y media, las cuales empezaban en las calles de Tacuba y de Iztapalapan y terminaban en el mismo templo, y según que a él iban llegando, eran sacrificadas”.137 Esas dos filas de casi milla y media, cada una forman casi tres; o sea, casi una legua. Al fin que me propongo cumple más bien aumentar que disminuir la distancia: por eso tomaré entera la legua, pero no francesa, sino española, que es más larga, y cuya longitud es de 5 555 metros, 55 centímetros. Computando que en cada metro se colocaron tres cautivos, resulta un total de 16 666; pero aun exagerando el cálculo, y suponiendo que en cada metro entrasen cuatro cautivos, el total de ellos sería de 22 222: número que dista inmensamente de esas decenas de miles de que hablan algunos autores.
Por más que se rebaje el número de víctimas inmoladas en aquella gran solemnidad y en los sacrificios anuales, es innegable que en ningún país de América ni acaso del mundo, se derramó en período igual tanta sangre humana a nombre de la religión, como en el imperio de Anáhuac; y que sin esta bárbara costumbre, la esclavitud habría tomado en él mayor extensión, pues que a ella hubieran sido condenados muchos de los prisioneros que recibieron la muerte.
(Continuará)