Crée usted de que Cuba estaría mejor como:

martes, 15 de noviembre de 2011

SOY CUBA. UNA PELÍCULA DE 1964

 Esta película, “SOY CUBA", que es 1964, yo no la conocía, me dijeron que está prohibida en Cuba y claro, la peli trata de Cuba a finales de los 50’s, donde se ve una Habana bonita, los edificios en buen estado, las tiendas repletas de mercancías, las personas bien vestidas y los coches nuevos o casi nuevos, los mismos que aún se ven rodando por toda Cuba, pero convertidos en cacharros. Se pone la prostitución a la que se veían obligadas a ejercer muchas muchachas jóvenes cubanas debido a su pobreza, y era con turistas americanos los cuales eran muy arrogantes, ¡pero es que hoy en día, después de casi 53 años, existe esa misma prostitución con extranjeros para poder sobrevivir!. Se ve un barrio de chabolas en La Habana, ¡pero hoy también hay chabolas y en mayor cantidad!. Las personas pueden comparar como era la Habana de la dictadura de Batista y como es la de los Castro, una ciudad gris, la mayor parte en ruinas, con coches feos, apestosos y contaminadores del medio ambiente. El campesino se ve cortando cañas con una mocha o machete y aún hoy en día lo hacen, en vez de cortadoras mecanizadas, también ves los bohíos y aún existen  en la Cuba actual. En fín, aunque la peli es un poco larga y al principio un poco lenta, vale la pena verla y comparar. Cuba pasó de ser un país de gente muy rica, rica, clase media rica, menos rica, pobres y muy pobres, a ser un país de pobres. J.R.M.


CAPABLANCA VS ALEKHINE: LOS MOZART Y SALIERI DEL AJEDREZ ( I )



(Una colaboración de Anónimo)
Uno nació con un don divino, un inabarcable talento natural al que no concedía demasiada importancia. El otro vivía por y para el ajedrez. Uno era el campeón, aunque no entrenaba nunca ni se esforzaba lo más mínimo. El otro se veía siempre relegado al segundo lugar, pese a que estudiaba y se preparaba obsesivamente. Uno asombraba al público con sus logros y aparecía constantemente en los periódicos. El otro sólo interesaba a los ajedrecistas entendidos. Uno, seguro de poder vencer siempre, se dedicaba a la buena vida incluso la noche anterior a una partida importante. El otro vivía encadenado a sus libros y su tablero, buscando desesperadamente una forma de vencer al campeón. Uno se llevaba la fama, la gloria y las mujeres.  El otro lo contemplaba desde la sombra, cada vez más consumido por la envidia. Ambos protagonizaron una de las rivalidades más agrias en la historia del deporte; una rivalidad que para colmo quedó incompleta. Pero eso forma también parte del encanto de aquella historia.
Estamos en 1927. Antes de que se celebre en Buenos Aires el campeonato mundial de ajedrez, que ha despertado el interés de toda la prensa de la época, las autoridades y la alta sociedad de varios países han estado agasajando a los dos contrincantes. Esta noche estamos en un teatro y vemos a ambos ajedrecistas en el palco, sentados entre celebridades varias, asistiendo a un espectáculo musical. El cubano José RaúlCapablanca es campeón mundial desde hace siete años. Es el Mozart del ajedrez. Antiguo niño prodigio, número uno del mundo, personaje favorito de la aristocracia de todo el planeta y lo que es más importante, considerado invencible de forma unánime. Pese a que falta muy poco para que empiece la gran final, Capablanca aparece seguro de sí mismo, relajado, sonriendo satisfecho mientras intercambia miradas con las bailarinas del escenario: gracias a sus maneras aristocráticas y galantes tiene fama de seductor nato y probablemente esté preguntándose con cuál de las bailarinas podrá pasar la noche. La vida es bella para el Mozart del ajedrez.
En el mismo palco, un par de asientos más allá, está el aspirante. El ruso Alexander Alehkine procede de una familia adinerada, pero su conducta es muy distinta a la galantería mundana del sociable Capablanca. Alekhine no mira al escenario ni a las bailarinas. No parece disfrutar del espectáculo; está tenso y recluido en sí mismo. Tiene un pequeño tablero de bolsillo entre las manos y está practicando jugadas con expresión casi fúnebre, totalmente ajeno a lo que sucede a su alrededor. Mientras para su rival, el campeón cubano, este es un enfrentamiento más, Alekhine siente que se jugará la vida en aquellas partidas, porque el ajedrez lo es todo para él. Incluso su gato se llama “Ajedrez”. Pese a estar rodeado de la flor y nata de la alta sociedad local y en mitad de un agradable espectáculo, Alekhine no puede relajarse ni pensar en ninguna otra cosa que en la próxima final.
Capablanca es invencible, todo el mundo lo sabe. Los presentes que tanto admiran al campeón cubano miran al ruso con una mezcla de extrañeza y conmiseración. Pobre Alexander. Esforzándose inútilmente cada minuto del día mientras el Mozart del tablero es feliz y se divierte. Incluso los grandes maestros del momento lo habían vaticinado: Alekhine no tenía ninguna posibilidad. La cuestión no era si iba a perder o no, sino por cuántos puntos. Incluso los había que decían que Alekhine no podría siquiera ganar una partida aislada. De hecho, Alekhine nunca había ganado al campeón cubano. Se habían enfrentado doce veces sobre un tablero en competición oficial, con una estadística desoladora para el ruso: +0-5=7. Esto es, cinco derrotas y siete empates… ninguna victoria.
Lo peor que puede pasarle a un genio es vivir a la sombra de un genio todavía mayor. Algo así, inevitablemente, tiene que terminar en drama.

El hijo de los dioses

“Puedo adivinar en un momento lo que se oculta detrás de las posiciones y qué es lo que puede ocurrir o lo que va a ocurrir. Otros maestros tienen que hacer análisis para obtener algunos resultados, mientras a mí me bastan unos instantes”
Decía Pablo Morán que “para Capablanca, el ajedrez era tan fácil como respirar”. El propio campeón cubano admitió que había aprendido a jugar al ajedrez “antes de aprender a leer” y como decía el gran maestroRichard Reti, era como su “lengua materna”. Se le considera uno de los mayores talentos naturales de la historia del ajedrez, si no el mayor, y tengamos en cuenta que este juego ha producido una cantidad considerable de genios. Él mismo era consciente de lo enorme de su propia capacidad: “el ajedrez, como todas las demás cosas, puede aprenderse hasta un punto y no más allá. Todo lo demás depende de la naturaleza de la persona”.


José Raúl Capablanca nació en una fortaleza militar de La Habana, ya que era hijo de un oficial del ejército español: Cuba era aún una provincia española. A una muy corta edad había asombrado a propios y extraños con su increíble capacidad innata para el ajedrez. Desde muy temprano ya demostró a sus mayores que no sólo había aprendido a mover las piezas observando las partidas que enfrentaban a los adultos —algo que han hecho otros niños—, sino que su comprensión del juego era anormalmente aguda para su edad. Un buen día miró a su padre jugar contra un amigo y al terminar la partida el pequeño Capablanca le dijo riendo “¡eres un tramposo!”, porque había visto un movimiento incorrecto. Para sorpresa de su progenitor, el pequeño José Raúl no sólo supo volver a colocar las piezas sobre el tablero, sino que ganó la primera de las partidas que jugaron entre ambos. Tenía cuatro años.
El oficial, atónito por la revelación de que su hijo podría ser un prodigio, le llevó al club de ajedrez de La Habana, donde el inusualmente dotado niño se enfrentó a varios jugadores adultos. Aún se conservan algunas partidas como la que jugó con Ramón Iglesias, un fuerte jugador que le dio al pequeño ventaja de dama —una ventaja importante, pero es que Capablanca tenía ¡cuatro años!—; el niño consiguió ganar y lo que es más importante, poner de manifiesto que entendía los fundamentos de la estrategia. Durante los años siguientes se convirtió en un jugador aficionado de notable envergadura y a los trece años era oficialmente el mejor ajedrecista de Cuba, venciendo al hasta entonces campeón Juan Corzo por un apretado +4-3=6. Un logro impresionante para alguien de tan corta edad, algo muy pocas veces visto, como cuando Bobby Fischer se convirtió en campeón de Estados Unidos a los catorce años.
Tras esa hazaña, Capablanca dejó la alta competición durante unos años y pudo estudiar en Estados Unidos gracias a una beca. Pero no llegó a terminar la carrera universitaria y abandonó los estudios atraído nuevamente por los encantos del tablero, donde para triunfar no necesitaba esforzarse. Con dieciocho años retornó a la competición, participando en un torneo neoyorquino de partidas rápidas en el que se llevó el título, ganando nada menos que al vigente campeón mundial, el alemán Emmanuel Lasker. Al año siguiente, ya en la modalidad de ajedrez normal, se enfrentó en un match al campeón de Estados Unidos, Frank Marshall, a quien dio una considerable paliza, venciendo por el abultado resultado de +8-1=14.

Marshall no sólo se dio cuenta de que aquel cubano de veinte años era un monstruo en ciernes, sino que removió cielo y tierra para conseguir que Capablanca pudiese participar en el torneo más importante que se celebró en aquellos años. En España, concretamente en San Sebastián, iban a reunirse los mejores ajedrecistas del mundo con la única ausencia del campeón Lasker. Fue un torneo que marcó un antes y un después no sólo por el apabullante nivel de los participantes (en su momento fue considerado el torneo más fuerte de la historia), sino porque establecía nuevos cánones en cuanto a la cuantía de premios y las condiciones más profesionales en que se iba a jugar. No es extraño que se invitase, en principio, sólo a ajedrecistas con un currículum aplastante. Pero Marshall insistía en que Capablanca debía ser admitido en la competición. No lo tenía fácil: el bagaje de Capablanca era quizá impresionante para su juventud, pero el campeonato de Cuba era su único título importante, poca cosa frente a matestros que habían ganado competiciones internacionales. El que un semidesconocido fuese inscrito en el gran torneo de San Sebastián parecía, en principio, inapropiado e injusto. Es más, algunos jugadores europeos pensaban que Capablanca era un producto del marketing norteamericano y protestaron cuando Marshall consiguió finalmente que el joven prodigio caribeño participase. La polémica rodeó la llegada del cubano, y famosos grandes maestros como Bernstein estaban indignados; ¿cómo era posible que un jugador sin palmarés internacional ocupase una plaza en el torneo habiendo tantos jugadores experimentados que lo merecían más? Pero la polémica terminó justo cuando Capablanca jugó su primera partida… precisamente contra Bernstein. El cubano no sólo derrotó al gran maestro de manera brillante (a la postre fue votada como mejor partida del torneo), sino que el propio Bernstein dijo que Capablanca, con toda probabilidad, terminaría llevándose el trofeo frente a la élite del ajedrez mundial.
Así de impresionado quedó Bernstein tras su partida con Capablanca, y no se equivocó en su vaticinio. El cubano ganó su primer gran torneo internacional y comenzó una etapa de ascensión que terminó transformándole en el jugador más fuerte del mundo, dándole un aura de imbatibilidad que le convirtió en una rutilante estrella.
El campeón mundial, Emmanuel Lasker, retrasó cuanto pudo el momento de jugarse el título frente a Capablanca. En aquellos años el campeón tenía derecho a elegir contra quién se enfrentaba y bajo qué condiciones competitivas y económicas, como ocurría en el boxeo. El título era considerado una cuestión de honor y se confiaba en que el campeón mundial siempre sería lo bastante honesto y caballeroso para aceptar enfrentarse contra sus mejores rivales. Pero no siempre era así, y Lasker imponía unas condiciones que Capablanca no quiso aceptar. Entre la falta de acuerdo y la I Guerra Mundial, el match por el título se retrasó varios años. Finalmente, en 1920 resultaba tan evidente que José Raúl Capablanca era el mejor jugador del planeta con abrumadora superioridad sobre el resto (incluido el propio campeón alemán) que Emmanuel Lasker decidió unilateralmente renunciar al título en favor del cubano, diciendo públicamente que Capablanca no lo había ganado sobre el tablero pero lo merecía por la fuerza de su juego. Aunque nadie discutió esta idea, Capablanca insistió en enfrentarse a Lasker, pues no quería recibir el título sin haber competido por él. En 1921 ambos se enfrentaron finalmente y Capablanca básicamente arrasó: +4-0=10. Lasker no ganó ni una sola partida.
José Raúl Capablanca había sido durante años el rey sin corona: ahora, pasada la treintena, el Mozart del ajedrez estaba finalmente en su sitio: el trono.

La máquina del ajedrez

“Hubo períodos en mi vida en los que pensaba que no podía perder ni una partida. Más tarde sufría una derrota, y eso hacía que despertase de mis sueños y volviese a la tierra”

Cuando no competía, lejos de dedicarse a estudiar ajedrez, a Capablanca le gustaba desenvolverse entre la alta sociedad, donde era muy bienvenido por sus maneras elegantes, propias de galán cinematográfico. Era mujeriego, disfrutaba jugando al billar y al póker, pero sin embargo su imagen pública no era la de un golfo vividor, sino que resultaba un embajador impecable para el deporte de los escaques. Era extremadamente educado, con el punto justo de modestia. Amable con todo el mundo, encantador sin excesivas zalamerías, y nunca tenía un mal gesto. Capablanca tenía, además de talento, cualidades de estrella: de hecho, se transformó en toda una celebridad mundial, algo que no volvería a suceder hasta la llegada de Bobby Fischer. Pero al contrario que Fischer, Capablanca no estaba obsesionado con el ajedrez y disfrutaba los placeres de una existencia mundana. La vida sacrificada del ajedrecista era algo que él no conocía.
Una derrota ocasional de vez en cuando, en una partida aislada, es algo que incluso el mejor jugador del mundo sufre habitualmente. Es muy raro que en un match importante entre dos de los mejores maestros del mundo uno de ellos no consiga al menos un punto. Al igual que en el tenis, donde en las grandes finales es improbable por no decir casi imposible ver un 6-0, 6-0, 6-0. En el ajedrez de élite, el más pequeño fallo —imperceptible no sólo para aficionados sino incluso para muchos especialistas, que sólo se dan cuenta después— puede conducir a perder una partida. Todos los jugadores son humanos y todos pierden una partida de vez en cuando.
Estas ocasionales derrotas eran lo único que recordaban a José Raúl Capablanca que era, de hecho, humano. Porque para colmo su porcentaje de partidas perdidas era ridículamente bajo. Su superioridad sobre todos los demás jugadores era tal que se le había apodado “la máquina del ajedrez”. Nadie, ni aun los propios grandes maestros, podía entender muy bien de dónde provenía aquella capacidad para jugar de forma tan aparentemente perfecta. Especialmente teniendo en cuenta que nunca se molestaba en estudiar o entrenar. Pero, ¿de dónde provenía aquella superioridad? Llama la atención el que al principio no tuviese ni siquiera un único rival de entidad que pudiese preocuparle: Kaspárov tuvo a KárpovFischer tuvo a Spassky, pero durante bastantes años Capablanca no fue puesto en aprietos por nadie. Estaba él, y después, tras un considerable abismo, estaban el resto de ajedrecistas. Lo curioso es que su estilo de juego era relativamente sencillo. Él mismo lo explicaba:
“El estilo de mi juego no se corresponde totalmente a mi temperamento sureño. Siempre juego con cautela y evito los riesgos, porque me gusta la sencillez… Tengo por principio no arriesgarme en las partidas decisivas”

Su forma de jugar era simple en apariencia, como simples en apariencia son las melodías de Mozart frente a las complicadísimas armonías y contrapuntos de Bach. Capablanca no jugaba al ataque ni se metía en complicaciones. Sólo miraba el tablero, detectaba una pequeña debilidad en la estrategia de su adversario y se dedicaba a hacer siempre la jugada correcta sin más ambición que mantener esa pequeña ventaja hasta el final de la partida. Ni los jaques sorprendentes ni tampoco las combinaciones imposibles iban con su forma de jugar, lo suyo era el ajedrez “posicional”. Su arma era la sencillez, y lo era precisamente porque le resultaba tan fácil detectar y explotar el más mínimo desequilibrio estratégico del adversario que no necesitaba hacer más que esperar a que dicho desequilibrio apareciese sobre el tablero. Mientras sus rivales calculaban desesperadamente cómo hacerle frente, Capablanca se limitaba a responder con un ajedrez sin florituras, pero sin fallos. Su porcentaje de errores era muy bajo y en una época en que no existían los ordenadores,  lo más parecido a una computadora que la humanidad conocía se llamaba José Raúl Capablanca.
Cuando de vez en cuando perdía una partida, eso le recordaba que no debía distraerse más de la cuenta, pero poco más. Incluso durante un periodo de siete u ocho años llegó a no perder siquiera una partida aislada. Eso es algo que no ha hecho Roger Federer en el tenis, por ejemplo. Es fácil imaginar lo frustrante que aquello resultaba para sus rivales. Especialmente para uno de ellos: “el mejor de entre todo el resto”.

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