Por demasiados años, los cubanos hemos sido cautivos de una visión decimonónica de la historia y una teoría del desarrollo que lleva a pensar que la evolución económica, social y política del país seguía un patrón de avance.
Este determinismo coincide en la isla y el exilio, aunque con conclusiones opuestas.
La situación imperante en la ''república mediatizada'' tuvo por fin lógico la revolución, se afirma desde la isla. Mientras tanto, en Miami se repite que la ''república'' avanzaba -con más o menos dificultades- por el camino del desarrollo, hasta ser destruida por la llegada de Fidel Castro al poder.
En ambos casos, la ilusión republicana establece la guía. Para alcanzarla, tanto en Miami como en La Habana se justifican los afanes independentistas, sin importar los medios necesarios para lograr la deseada independencia.
Un logro no propuesto de la revolución cubana es haber librado a varias generaciones de profesar una exaltación provinciana de la patria.
Se trata de una paradoja dentro del proceso revolucionario, porque si algo se explota ideológicamente en Cuba es este nacionalismo decimonónico, que al final ha quedado como la última justificación de un proyecto zigzagueante.
Por rechazo a los postulados revolucionarios, que se mostraron vacíos, hemos aprendido a desconfiar de los patriotas.
El cuestionarse la trayectoria independentista -o al menos el analizar sin prejuicios patrioteros lo ocurrido- lleva a la conclusión de que la justificación final de la Guerra de Independencia fue la corrupción española imperante en la isla.
Esta justificación se hace trizas tras las notables muestras de corrupción, que se han sucedido desde la instauración de la república hasta nuestros días, pero siempre queda la revancha de que los corruptos son -desde hace tiempo- los hijos del país y no los padres coloniales.
El fracaso de la opción autonomista fue uno de los mayores males ocurridos en Cuba. Sólo ahora comienzan -todavía de una forma más o menos tímida- a ser publicados trabajos que destaquen este punto de vista.
Bajar del altar a los patriotas, enterrarlos para que la nación cubana avance sin soportar la carga de la mitología independentista, no es la solución de todos los problemas. Pero sí un paso necesario. Es indispensable limpiar de pacatería y determinismo la historia del país.
Esa limpieza siempre enfrenta un escollo difícil de superar en la figura de José Martí. Lo he intentado anteriormente y no temo repetirlo.
Tanto los miembros del exilio como los representantes del régimen de La Habana encuentran en el mito martiano un elemento fundacional que no debe ser cuestionado: Martí constituye (lo ha sido por muchos años) no sólo la base sobre la que se levanta el ideal (republicano o revolucionario según el caso) sino también el canon literario imprescindible.
Un enfoque más objetivo lleva a considerar a Martí como un pilar, pero no es el único dentro del universo cultural cubano.
En la literatura de la isla no existe una figura similar a Shakespeare, Dante o Cervantes, que permita de forma fácil echar a un lado los rivales. Desde el punto de vista literario, Martí establece un paradigma difícil de imitar, por el valor de su escritura, pero no podemos considerarlo una referencia indiscutible.
Si lo analizamos a partir de la narrativa, ésta es limitada y menor. Su teatro es pobre y su poesía enfrenta la competencia de Heredia y Casal. Es en los ensayos, críticas, crónicas, artículos, discursos y conferencias -así como en su extraordinario Diario de Campaña- donde alcanza su definición mayor.
No se trata de rebajar a Martí, sino de separar la valoración de su obra literaria del peso ideológico.
Tampoco la ideología martiana puede ser tomada como una guía a seguir, libre de altibajos.
Si bien el pensamiento martiano y su práctica revolucionaria están marcados por los ideales democráticos, el desinterés y el rechazo al caudillismo, hay en su exaltación al heroísmo, y en su concepción simplista del indígena y el ''hombre natural'', una tendencia romántica -del culto al héroe luego convertido en raíz torcida del fascismo- que incluso puede resultar peligrosa, cuando de ella se apropian, como ha ocurrido innumerables veces, demagogos y populistas.
Si bien el pensamiento martiano y su práctica revolucionaria están marcados por los ideales democráticos, el desinterés y el rechazo al caudillismo, hay en su exaltación al heroísmo, y en su concepción simplista del indígena y el ''hombre natural'', una tendencia romántica -del culto al héroe luego convertido en raíz torcida del fascismo- que incluso puede resultar peligrosa, cuando de ella se apropian, como ha ocurrido innumerables veces, demagogos y populistas.
El mesianismo martiano y su romanticismo político pueden resultar funestos. Su sobrevaloración del campo frente a la ciudad y el culto a la pobreza son conceptos arcaicos.
La lucidez de su análisis de la Conferencia Monetaria Interamericana de 1890 contrasta con el exceso de metáforas, alegorías y símiles de ''Nuestra América'' y ''Madre América'', en donde se sueña más que se describe una identidad nacional y latinoamericana, alejada de la realidad e imposible de alcanzar.
Es lógico que el gobierno cubano no sólo defienda el culto al héroe y al sacrificio que domina en la obra martiana, sino que desde el principio lo incorporara a su agenda política. Cabe agregar en este sentido que el régimen de La Habana no distorsiona el pensamiento de José Martí, sino desvirtúa o inclina tendenciosamente algunos de sus elementos.
La historia de Cuba ha sido víctima del oscurantismo y de escrúpulos excesivos, que en muchos casos obedecen a la conveniencia y el temor. Alejarse de estos enfoques resulta muy saludable.