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El otro día, mi mujer y yo, nos pusimos a hablar de la nostalgia porque el asunto aún no nos quedaba bien claro. Aquella noche veíamos videos en Internet y nos emocionamos ante los rostros de los personajes que hicieron delicia en nuestra infancia. Allí, a través de YouTube, descubrimos fragmentos de programas de finales de los setenta y de los ochenta. Entonces vivíamos en Cuba. Sí, mi mujer y yo somos cubanos. Y hace unos años vivimos en Montréal; esta ciudad mitad francesa, mitad inglesa, mitad latina, mitad de otras mitades de mitades de medio universo; y aquí recordamos lo que fuimos, y hablamos de lo que hoy somos.
En aquel Tercer Mundo tuvimos la quintaesencia del Socialismo en pleno Caribe. Nos educamos, crecimos, y mucho después nos marchamos de aquella patria que hoy recordamos con una desorbitación que me llena los ojos de agua, de lágrimas quise decir. Y no es que me preocupe si dejamos un país hermoso con su azul o su eterno verano, porque si salimos de allí fue para estar mejor y no vernos en la miseria del pan al día y el apagón de largas noches que se hacían inefables, o turbulentas hasta el incordio. Aunque, aclaro, a la luz de los mechones, o lo que se resolvía para alumbrarnos, nos reuníamos a conversar un poco o a tocar rumba de cajón, “y maldecir con justo encono…”
Salimos de Cuba porque nos mataba el hambre de los noventa y la gente se iba a mares, ¡por mar claro está! Y nosotros nos fuimos porque se nos presentó la oportunidad (por separado), y la aprovechamos (por separado).
Ella vino primero. Llegó con un grupo bailarines a dar una gira. Pero en cuanto el grupo pisó tierra nevada, muchos solicitaron refugio. Y ella, claro está, no se quedó atrás. Hubo un juicio y al año le dieron su residencia.
Yo llegué un poco después gracias a una beca de investigación; y como lo tenía bien claro: “para atrás ni para coger impulso”, también me quedé. Pocos meses después nos conocimos en el “Cubano’s Club”. Ella estaba en la barra, y al entrar lo primero que divisé fue su espalda que dejaba desnuda usando aquel vestido que la hacía fenomenalmente arrebatadora. De ahí en lo adelante comenzamos a vernos hasta que decidimos vivir juntos.
Pero no fue esa noche la que del problema, sino aquella cuando nos dio por discutir porque eso de la nostalgia no quedaba claro. Y en su desolación quizás se sentía confundida, atolondrada, por eso, quizás, en cuanto le expuse mis ideas comenzó a ofenderme porque, al parecer, creía que mi intención era arremeter contra el país. Te digo, se me paró delante, con las manos en jarras, y me dijo:
—¡Lo que pasa es que tú odias la tierra que te vio nacer!
Fue cursi y sentimental y hasta violenta en su tono y sus gestos.
—Si estoy aquí no es porque no quiera a Cuba sino porque en Cuba la cosa esta mala y ya no podíamos hacer mucho para sobrevivir, y lo que nos quedaba era morirnos de hambre o coger una lancha y largarnos de allí —le dije.
El otro día, mi mujer y yo, nos pusimos a hablar de la nostalgia porque el asunto aún no nos quedaba bien claro. Aquella noche veíamos videos en Internet y nos emocionamos ante los rostros de los personajes que hicieron delicia en nuestra infancia. Allí, a través de YouTube, descubrimos fragmentos de programas de finales de los setenta y de los ochenta. Entonces vivíamos en Cuba. Sí, mi mujer y yo somos cubanos. Y hace unos años vivimos en Montréal; esta ciudad mitad francesa, mitad inglesa, mitad latina, mitad de otras mitades de mitades de medio universo; y aquí recordamos lo que fuimos, y hablamos de lo que hoy somos.
En aquel Tercer Mundo tuvimos la quintaesencia del Socialismo en pleno Caribe. Nos educamos, crecimos, y mucho después nos marchamos de aquella patria que hoy recordamos con una desorbitación que me llena los ojos de agua, de lágrimas quise decir. Y no es que me preocupe si dejamos un país hermoso con su azul o su eterno verano, porque si salimos de allí fue para estar mejor y no vernos en la miseria del pan al día y el apagón de largas noches que se hacían inefables, o turbulentas hasta el incordio. Aunque, aclaro, a la luz de los mechones, o lo que se resolvía para alumbrarnos, nos reuníamos a conversar un poco o a tocar rumba de cajón, “y maldecir con justo encono…”
Salimos de Cuba porque nos mataba el hambre de los noventa y la gente se iba a mares, ¡por mar claro está! Y nosotros nos fuimos porque se nos presentó la oportunidad (por separado), y la aprovechamos (por separado).
Ella vino primero. Llegó con un grupo bailarines a dar una gira. Pero en cuanto el grupo pisó tierra nevada, muchos solicitaron refugio. Y ella, claro está, no se quedó atrás. Hubo un juicio y al año le dieron su residencia.
Yo llegué un poco después gracias a una beca de investigación; y como lo tenía bien claro: “para atrás ni para coger impulso”, también me quedé. Pocos meses después nos conocimos en el “Cubano’s Club”. Ella estaba en la barra, y al entrar lo primero que divisé fue su espalda que dejaba desnuda usando aquel vestido que la hacía fenomenalmente arrebatadora. De ahí en lo adelante comenzamos a vernos hasta que decidimos vivir juntos.
Pero no fue esa noche la que del problema, sino aquella cuando nos dio por discutir porque eso de la nostalgia no quedaba claro. Y en su desolación quizás se sentía confundida, atolondrada, por eso, quizás, en cuanto le expuse mis ideas comenzó a ofenderme porque, al parecer, creía que mi intención era arremeter contra el país. Te digo, se me paró delante, con las manos en jarras, y me dijo:
—¡Lo que pasa es que tú odias la tierra que te vio nacer!
Fue cursi y sentimental y hasta violenta en su tono y sus gestos.
—Si estoy aquí no es porque no quiera a Cuba sino porque en Cuba la cosa esta mala y ya no podíamos hacer mucho para sobrevivir, y lo que nos quedaba era morirnos de hambre o coger una lancha y largarnos de allí —le dije.
—Pero dime algo, ¿es que aquí estamos mejor? —me preguntó indignada, como si quisiera abalanzarse sobre mí.
—!Al menos tenemos Derecho al Internet! Míranos ahora embobecido con esos videos…
—¡Pero nos falta la familia!
—¡Allá no hay quien viva y el que vive no hace más que repetir que quiere irse!
—¡No todo el mundo piensa igual!
—¡Seguro que no!
—¡Hay que defenderla!
—¡Yo la defiendo!
—¡Aquí nos explotan!
—¡Allá vivíamos al explotar!
—¡Pero nos pagaban un salario y casi no hacíamos nada!
—¡Por eso que el país no avanza! ¡Por eso es que no hay desarrollo!
—¡Aquí te pagan por horas y a veces ni hay horas suficientes y a veces es mejor tener dos o tres trabajos para pagar la renta!
—¡Pero vivimos bien!
—¡Como dos inmigrantes!
—¡Pero vivimos!
—¡Sí, hartos de tanta nieve! ¡Mira, yo estoy cansada de tanta nieve, y hasta del individualismo! Al menos en La Habana todo el mundo me conocía. Si alguien preguntaba por mí, enseguida decían: “422, sexto piso, la segunda puerta a la derecha.” Y la vecina nos cuidaba el casa cuando no estábamos, porque aquella zona era conflictiva y siempre habían robos… Éramos muy unidos.
—¿Quieres volver al colectivismo? Mira que eso termina en promiscuidad y luego tienes a todo el mundo husmeando en tu vida. ¡Sinceramente, creo que eso de crear seres socialmente útiles te ha afectado mucho!
—¡Aquí todos viven preocupados por el dinero, por lo que les pertenece, y a nadie le importa el vecino! IEgoístas qué son todos!
—¡La propiedad privada es importante, por esa vía se llega al desarrollo! ¡La vida es productividad! ¡Qué cada cual se ocupe de lo suyo!
—¡Estás hecho un capitalista de mierda, no me lo esperaba de ti!
—De mí se puede esperar cualquier cosa. He aprendido a saltar de un país a otro y de un sistema a otro… ¡Y aquí sigo, vivito y coleando!
—¿Pero y la nostalgia, Fernando? ¿Y la nostalgia?
Hubo un hueco en nuestras miradas, un vacío que duró unos pocos minutos pero que a mí me resultaron horas. Parecía que cientos de imágenes se cruzaban en mi camino: la casa familiar, los amigos, el barrio, las caras de cientos de conocidos amontonándose como en una manada hambrienta y pestilente.
—En definitiva, Elizabeth —salté—, ni tú ni yo podemos dar marcha atrás. Al menos escapamos de la catástrofe y aquí echaremos raíces.
Gritó cuatro malas palabras, dijo que ella no pensaba echar nada, ni raíces ni ramas. Y apagó la computadora y se sentó en el sofá, y percibimos los olores mezclados de nuestras comidas, y el vaho que se acumulaba en aquel espacio reducidos en donde logramos sobrevivir de invierno en invierno contemplando, a veces, la nieve en los cristales de la ventana, y a rato alegrándonos con una botella de vino tinto producido en Australia o en Francia.
Ya un rato más tarde, cuando estuvo más calmada, nos preguntamos qué hacíamos en un país tan frío cuando en el nuestro el sol nos daba de lleno en la cara todo el año. Entonces, el silencio ascendió entre los dos y nos miramos buscando la respuesta en medio de aquel mar suspendido como una cuerda que había que pasar de un extremo a otro, cuidando no caer, de no morir en ese hueco infinito llamado nostalgia...
(En la foto: ventana al mar, foto tomada en La Habana por el antropólogo P.S. Brotherton, © 2005)
Publicado por IHOSVANY HERNÁNDEZ GONZÁLEZ en 12:43