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martes, 30 de marzo de 2010

LA FUERZA DE LA PALABRA. EL AUTONOMISMO EN CUBA EN EL ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO XIX. (V y Final)

Por: LUIS MIGUEL GARCÍA MORA
Fundación Histórica Tavera (Madrid)
Revista de Indias, 2001, vol. LXI, núm. 223

DE LA GRAN CAMPAÑA AL RETRAIMIENTO


Si en algún momento los autonomistas confiaron en que se podía, finalmente, cumplir su programa fue cuando a fines de 1885 regresaron al poder los liberales y permanecieron en él hasta julio de 1890. Era la ocasión de hacerles formalizar, ahora que ya eran un partido consolidado, todas las promesas de reforma realizadas desde la oposición, en particular, la electoral. En el manifiesto del 22 de marzo de 1886 ya amenazaban con el retraimiento si, concluida la legislatura, no se hubiese realizado la misma. Aunque Labra desde Madrid les daba seguridades de que era un hecho una vez los diputados cubanos llegasen al Parlamento, en La Habana había cierto recelo71.

A favor del autonomismo jugaba su consolidación como partido, que le permiten campañas mucho más eficaces, como la propia ineficacia del principio asimilista, lo que provocará que algunos unionistas se empezasen a mostrar a favor de la descentralización72. El diario madrileño, El Progreso, señalaba:
«Hoy, hasta en los periódicos genuinamente peninsulares, se levantan acentos vigorosos demandando el término de un régimen colonial inicuo. Y aquel antiguo calificativo de reformista [las cursivas son de El Progreso] que en un tiempo de ignorancia y mala fe tendían a considerar como diminutivo de filibusterismo,

es hoy llevado con holgura por muchos que antes no lo hubieran permitido siquiera se les sospechara partidarios del más leve cambio en el orden administrativo colonial»73.

No debemos olvidar que por aquellas fechas, El Progreso, recibía una subvención por parte del partido de 100 pesos mensuales, pero lo importante es que, a diferencia de tiempos anteriores, ahora estaba dispuesto a aceptarla. Los autonomistas tenían la esperanza de que algo podía empezar a cambiar74.

En el proceso electoral pusieron un gran empeño y, siguiendo los consejos de Labra, consiguieron una diputación en donde estaban presentes algunos de los principales miembros de la Junta Central: Montoro, Fernández de Castro, Giberga, Terry, algunos de ellos, como es el caso de Montoro, con contactos e influencia en los ambientes políticos e intelectuales de Madrid75. No se escatimaron esfuerzos para lograr una gran representación. Se acudió a una suscripción popular a fin de poder pagar los gastos de estancia de algunos de los parlamentarios.

Todo ello permitió la constitución de una minoría autonomista, que puntualmente daba cuenta a la Junta Central de sus actividades en el Parlamento76.

Por vez primera, la Junta Central tenía capacidad para controlar la actividad de sus parlamentarios. En la primera reunión de la minoría, Montoro, alegando cumplir órdenes de La Habana, presentó un ambicioso plan de trabajo basado en aprovechar cualquier circunstancia para provocar un debate sobre la cuestión
cubana y, aunque se sigue manifestando el carácter local e independiente del partido, no se rechazaba establecer contactos con otros grupos que pudiesen aceptar el programa autonomista. En este sentido, el mismo Montoro realizó distintas gestiones cerca de Castelar, con la idea de conseguir adeptos77.

El plan expuesto por Montoro a la minoría culminó con su discurso de 19 de junio de 1886. No se produjo en una sesión de madrugada, con el hemiciclo semi-minoría autonomista a la contestación del discurso de la Corona, todo el Parlamento pudo escuchar las necesidades sociales, políticas y económicas de Cuba, pudo
recordar las promesas que Sagasta había realizado desde la oposición y, finalmente, amparándose en el artículo 89 de la constitución de 1876, expuso la doctrina autonómica, tal y como la entendía el partido78. Aunque la enmienda sólo contó con el apoyo de 17 diputados, los autonomistas y algunos republicanos, lo verdaderamente importante fue que se había situado el problema colonial en el centro del debate político. La Época dedicó dos artículos a valorar el discurso de Montoro y El Imparcial enfatizaba el espíritu de consenso desde el que se podía debatir: «Hace años, es casi seguro que ni el Sr. Montoro, ni el Sr. Labra podrían pronunciar en el Congreso los discursos que han pronunciado: hoy se les ha oído sin recelo, ni prevención; el país conoce sus deseos; la opinión los juzga; el gobierno sabrá hasta donde puede llegar en el terreno de las concesiones»79.

Otros sectores de la prensa fueron más favorables. El Globo, quizás recogiendo los contactos Montoro-Castelar que antes comentabamos, señalaba que «con arreglo a nuestra conciencia hemos reconocido la justicia que asiste a los autonomistas en sus aspiraciones, con arreglo a nuestro patriotismo no podemos asociarnos a ellas». El Liberal apoyaba firmemente la idea autonomista y, al igual que El Imparcial, muestra la flexiblización del régimen de la Restauración cuando afirma que la defensa del programa autonomista: «hubiera sido materialmente imposible en esta misma Cámara hace poco más de media docena de años»80.

En la estela del debate de contestación al discurso de la Corona, la minoría autonomista desarrolló una frenética actividad tendente a dejar en la mesa del Congreso, antes de clausurarse la legislatura, una serie de proposiciones de ley para reformar todo el modelo colonial: sistema electoral, régimen municipal y, de las relaciones financieras entre la metrópoli y las Antillas, identidad de derechos entre peninsulares y cubanos, y finalmente, de la organización del Gobierno General de la isla de Cuba, en donde especificaba las atribuciones de su programa entre el Gobernador General nombrado por la metrópoli, una Diputación
Insular elegida por sufragio y un Consejo de Administración designado a partes iguales por el gobierno y mediante la elección de ayuntamientos, diputaciones y asociaciones de carácter general. En el curso de las sesiones se podía apreciar una discrepancia entre el jefe de la minoría, Labra, y en menor medida de otros diputados que viven en Madrid, Portuondo y Betancourt, con los que vienen de La Habana, principalmente con Montoro81.

En esta coyuntura se produjo el definitivo fin de la esclavitud, con la abolición de la Ley del Patronato. Desde su instauración, los autonomistas habían sido los principales impugnadores de la misma, pero en el debate del presupuesto que se estaba desarrollando en la Cámara, los conservadores cubanos habían aprovechado la ocasión para presentar un proyecto de ley de abolición, con reglamentación del trabajo.

Se encontraban en una difícil posición, por un lado, no querían firmar una proposición de ley con los conservadores, pero tampoco querían transmitir a la opinión pública la idea de ser un obstáculo para la abolición, más cuando en la minoría figuraba el puertorriqueño, Julio Vizcarrondo, fundador de la Sociedad Abolicionista y Labra, su presidente. Finalmente la solución la encontró Labra cuando consiguió que Gamazo, ministro de Ultramar, aceptase un artículo adicional a los presupuestos por el que se abolía el patronato82.

Cuando regresaron a La Habana, los diputados autonomistas volvían con la sensación de que estaba cercano conseguir los fines de su campaña política. Cada vez tenían más influencia en la opinión pública, habían consolidado una minoría parlamentaria y en la Unión Constitucional, su izquierda, se mostraba más proclive a las reformas83. En noviembre de 1886 se refundó la junta provincial de Santiago de Cuba. El autonomismo cumplía su papel de estabilizador del sistema colonial, limitando las tensiones e integrando a antiguos independentistas en la legalidad84.

Al mismo tiempo, también cumplimentaba la otra característica que apuntamos al principio: la promoción de un nacionalismo cubano moderado. Ya no eran sólo los anuales mítines de la fundación del partido, ahora se disponía de un Círculo Autonomista en La Habana, otro en Matanzas, y los diputados cuando regresaban a
Cuba eran recibidos por multitudinarias manifestaciones y acudían a sus provincias a dar cuenta de sus actividades parlamentarias, lo que en ocasiones provocaba polémicas con los conservadores y las autoridades, como ocurrió con el mitin de Figueroa y Fernández de Castro en Cienfuegos en octubre de 188685. Fuerzan el sistema, favorecen el nacionalismo, afirman lo cubano frente a lo español. El caso más paradigmático: la publicación, en 1887, del libro de Raimundo Cabrera, Cuba y sus jueces.

El gran problema que se debía resolver era el electoral. Ya hemos comentado que Sagasta se había comprometido a elaborar un proyecto que diese más posibilidades a los autonomistas. Y no se trataba únicamente de la ampliación del censo, sino de la modificación de las circunscripciones electorales. De los cuatro ministros de ultramar del periodo (1885-1890), tres trataron de realizar la reforma electoral.

Finalmente, en 1889 Manuel Becerra presentó un proyecto de ley en las Cortes que aprobado en el Congreso no llegó a ser discutido en el Senado, donde los autonomistas tenían el compromiso del gobierno de admitir mejoras86.

La política del gobierno conservador fue muy tímida. Antonio María Fabié, el nuevo ministro de ultramar, en 1890, introdujo una variación mínima consistente en ampliar el número de diputados y de distritos, pero manteniendo la cuota. Fabié había sostenido reuniones con Portuondo, Labra, Montoro y Fernández de Castro y confiaba que esa leve modificación evitaría el retraimiento electoral de los autonomistas.

Sin embargo, era algo inadmisible para el partido, una vez que en la metrópoli se había aprobado el sufragio universal. Como a lo largo de todo el siglo, el Estado liberal caminaba a dos velocidades. Convocadas las elecciones, finalmente se abstuvieron de participar en los comicios. En la junta que celebraron el siete de
enero de 1891 decidieron el retraimiento, publicando en El País un manifiesto que justificaba su actuación87.

Fabié había dado instrucciones al gobernador general, Polavieja, a fin de lograr una transacción y que la Unión Constitucional aceptase la reforma electoral88. Conocido el manifiesto autonomista, el ministro escribe de inmediato a Polavieja tratando la situación de muy grave «pues es sabido que una agrupación que se aparta de las vias legales entra en las revolucionarias»89. A partir de ese momento presiona a los autonomistas presentes en Madrid debido a las negociaciones arancelarias para que consigan reintegrar al autonomismo en el juego político90. El Ministro teme que se desequilibre el sistema de partidos, facilitándose no sólo una salida revolucionaria, sino también la ruptura de la Unión Constitucional, ya de por si dividida entre una izquierda reformista y una derecha intransigente. Ante la ausencia autonomista era posible que la izquierda constitucional tratase de ocupar, en parte, su espacio político. Conscientes del temor de las autoridades y de su papel en el sistema colonial, los autonomistas perseveraron en su actitud. Así, meses más
tarde escribía Montoro:

«Además, aquí mismo los nuestros creen que no se puede ir a las elecciones sino para ir de veras y que nuestro retraimiento, cada vez más lamentado por los conservadores a quienes perturba, ha de traernos en más o menos tiempo una reforma electoral aceptable, por lo cual importa no debilitarlo»91.
 
No se equivocaba Montoro. En diciembre de 1892 volvieron los liberales al poder y la cartera de Ultramar fue ocupada por Antonio Maura. Ya Fabié en su carta a Polavieja de 5 de febrero de 1891 señalaba que ante la actitud de los autonomistas sólo se podría realizar una política de resistencia, para la que ya no se
contaba con la total obediencia de la Unión Constitucional, o de transigencia92.

Maura no tiene duda: había que transigir, sobre todo desde que un año antes se había fundado el Partido Revolucionario Cubano. Así, en el mismo mes de diciembre, publicó varios decretos reformando el sistema electoral, para lo que había tenido muy en cuenta la opinión del senador autonomista, Bernardo Portuondo93. La reforma consistía en bajar de 25 a 5 pesos la cuota de contribución que daba derecho
a ser elector, y retirar el voto a los cuerpos de voluntarios, un voto que indudablemente iba a las filas de la Unión Constitucional. Con ello se conseguía un incremento del censo que, sin duda, favorecía a los autonomistas. El 31 de diciembre abandonaban el retraimiento y días después, en el mitin del Teatro Tacón, que conmemoraba su determinación, los discursos de Fernández de Castro y Giberga no dejaban lugar a dudas: autonomía o independencia94.

Maura era consciente de que por el bien del Estado era necesario dar más juego político a los autonomistas y girar a la izquierda la política colonial. No debemos olvidar que era cuñado del antiguo ministro de ultramar, Gamazo, y que mantenía estrechas relaciones con los sectores más progresistas de Unión Constitucional, Arturo Amblard y Ramón Herrera, que desde el Diario de la Marina venían reclamando
la descentralización como política más idónea para gobernar en Cuba. En definitiva, pretendía ensanchar el espacio político lo suficiente para permitir refundar la relación colonial sobre bases más sólidas. El fin último era evitar la independencia o una alta inestabilidad política que pudiera ser utilizada por alguna de las
potencias interesadas en afianzar su posición en el Caribe.

La reforma que Maura presentó a las Cortes en junio de 1893 pretendía dar mayor capacidad a la administración local y colonial, una autonomía administrativa, aumentando las atribuciones de los ayuntamientos, a la vez que proponía una modificación del censo electoral para hacerlos más representativos. Las 6 antiguas diputaciones se refundían en una Diputación Única, institución clave de la reforma, compuesta de 18 diputados elegidos por sufragio popular con capacidad para tratar temas de obras públicas, comunicaciones, agricultura, industria, comercio, inmigración, educación y sanidad. La Diputación podía formar su propio presupuesto y la renovación de sus miembros se realizaba cada dos años, en que cesaban la mitad de los diputados. Su autoridad estaba limitada por el Gobernador General, como representante
máximo de la metrópoli, pero los conflictos que pudieran surgir entre ambos poderes los tendría que resolver el Ministerio de Ultramar o los tribunales ordinarios.

Por último, el entramado institucional se completaba con el Consejo de Administración, organismo consultivo compuesto por las principales autoridades coloniales, los miembros cesantes de la Diputación y por nueve vocales elegidos por el Ministerio de Ultramar, entre personalidades de prestigio social, político y económico95.

El proyecto creó gran confusión entre los partidos políticos cubanos. Sólo la izquierda de Unión Constitucional lo apoyó desde un principio. Los autonomistas primero lo rechazaron, para posteriormente aceptarlo como un avance sobre la situación preexistente, aplaudiendo el sentido general de la reforma, aun reserván-dose el derecho de crítica al articulado de la ley, cuando se conociese96. Según Giberga, lo más positivo de la reforma Maura era que, como cuando el Zanjón, se renovaron los días de contento y esperanza de la población cubana97. Pero quien no podía transigir con el proyecto era la derecha de la Unión Constitucional. La desaparición de las diputaciones provinciales, desde donde se articulaba todo su poder caciquil, suponía su muerte política. Por ello movilizaron a sectores canovistas e incluso liberales, no del todo contentos con la reforma, y aunque sufrió una excisión que dio lugar al Partido Reformista, finalmente se consiguió el cese de Maura.

Fue sustituido por Becerra y éste por Buenaventura Abarzuza, quien finalmente consiguió que el Parlamento aprobase una modificación del proyecto Maura, en donde se recuperaban las diputaciones proviniciales.

A pesar del fracaso de las reformas, el autonomismo se vio favorecido por los nuevos aires políticos que introdujo Maura. Frente a la intransigencia de antaño, en la metrópoli comenzaban a calar sus ideas en distintos sectores políticos. Entre enero y febrero de 1895 sus diputados protagonizaron unas conferencias en el Ateneo de Madrid, de las que puntualmente se fue informando en la prensa. Con las mismas habían conseguido llevar a la opinión pública una imagen conciliadora y moderada, que rompía con la anterior de seudoseparatistas. Para el Nuevo Mundo, semanario vinculado con los autonomistas, las conferencias del Ateneo habían «desvanecido muchos recelos patrióticos, especialmente en esa gran masa social,
que sin formar línea dentro de ningún partido, influye más de lo que se piensa»98.

Lamentablemente, la guerra reiniciada en el oriente de Cuba por esas mismas fechas rompía toda posibilidad de consenso.

Reanudado el conflicto, el autonomismo tenía dos alternativas. Una era disolversen como partido, tal y como había anunciado en varias ocasiones y tal como hicieron los reformistas al estallar la Guerra de los Diez Años99. La otra continuar la actividad política y mantenerse dentro de la legalidad. En verdad, las dos se dieron.

Por un lado, muchos autonomistas, sobre todo de la región oriental, se incorporaron al independentismo, otros se exiliaron y otra parte permaneció ajena a toda actividad. Por su lado, la Junta Central, o más bien, algunos de sus miembros, renovó su fe en el sistema y se pronunció por la defensa de la autonomía como solución española y al autonomismo como partido español100. Quería seguir jugando un papel dentro del sistema, aunque éste hubiese explotado. Así, daba fe pública de españolismo, pero por otro lado se preocupaba de la suerte que pudieran correr los prisioneros de guerra, realizando distintas gestiones ante las autoridades101.

Poco a poco las deserciones fueron en aumento. Según se extendía la guerra, eran pocos los que permanecían al lado de la Junta Central. El relevo de Martínez Campos por Valeriano Weyler no hizo más que acelerar el proceso. La única esperanza, para la metrópoli y los autonomistas, era que se proclamase la autonomía.

Cánovas había tratado de llevar a la práctica en 1897 un proyecto de autonomía sobre la fórmula Abarzuza apoyándose para ello en la Unión Constitucional, el partido que durante toda su existencia la había combatido102. Pero fue a su muerte, con el regreso de los liberales al poder, cuando se proclamó ésta por los decretos de noviembre de 1897103.

Como paso previo a la entrada en vigor del nuevo régimen, el ministro de ultramar, Segismundo Moret toma dos medidas. Por un lado releva a Weyler, por Ramón Blanco, que ya había sido gobernador tras el Zanjón y estaba familiarizado con los asuntos cubanos. Por otra parte, sugiere la fusión de reformistas y autonomistas para asegurar el régimen autonómico sobre una fuerza política sólida104.

En noviembre de 1897 se dieron los decretos que fijaban las bases de la autonomía, acompañados de otros dos: sufragio universal e igualdad de derechos entre españoles y cubanos. El entramado institucional era el siguiente:

 Un Parlamento bicameral formado por una Cámara de Representantes elegida por sufragio universal
(1 representante por cada 25.000 habitantes) cada cinco años y un Consejo de Administración de 35 miembros, de los que la metrópoli designa 17. El Parlamento entiende de justicia, obras públicas, tesoro, educación, política monetaria y tiene capacidad para formar su propio presupuesto. El Gobernador General, como máxima autoridad designada por el gobierno metropolitano, lo controlaría, sancionaría sus decisiones y formaría el Consejo de Secretarios para atender los ramos de Gracia y Justicia y Gobernación, Hacienda, Instrucción Pública, Agricultura, Industria y Comercio y Obras Públicas. El primero de enero, presididos por Gálvez, con tres secretarios autonomistas (Montoro, Govín y Zayas) y dos reformistas (EduardoDolz y Laureano Rodríguez) nacía la autonomía.

Tras veinte años de existencia, los autonomistas se habían convertido, al fin, en el eje de la vida política insular. Además contaban con el favor de las autoridades frente a la Unión Constitucional. En las elecciones a Cortes obtuvieron el 70% de los escaños; en las del Parlamento insular, el 80%105. Pero el problema era otro. Indudablemente los autonomistas sabían que la única manera de consolidar el nuevo régimen era conseguir la paz. Los independentistas temían que la viabilidad de la autonomía les dejase sin argumentos para seguir la lucha y por ello decretaron la pena de muerte para quien aceptase la fórmula de «paz por autonomía». Por su lado, los Estados Unidos tampoco estaban a favor de que se consolidase el nuevo modelo de relación colonial. Las inversiones norteamericanas a lo largo del siglo
XIX se habían ido incrementando y estaban sufriendo mucho con la guerra. Además, querían controlar a su principal abastecedor de azúcar y uno de sus principales mercados de exportación. Siempre preferirían una independencia tutelada, que tener que negociar con los cubanos y, en último término, con España.

El gobierno autonómico trató de convencer a unos y a otros. Fracasado el proyecto autonómico, el partido dejaba de tener sentido; era una fuerza política de un sistema que, había ayudado a vertebrar, y ya no existía. Por otro lado, sus formulaciones de un nacionalismo moderado se vieron ampliamente desbordadas por las
de un independentismo que gracias a la ayuda norteamericana lograba la independencia.

De esta forma, el partido de oposición, el progresista de la colonia, se convertía en el partido de orden, en el partido moderado de la república que nacía.
 
Bibliografia:
http://revistadeindias.revistas.csic.es/index.php/revistadeindias/article/viewFile/499/566
 
Cuando un grupo como los independentistas es capaz de Decretar Pena de Muerte, para los que aceptacen la formula de Paz Autonomica, que se puede esperar de esa clase de personas. Ahí no había terminos medios, sino Pena de Muerte. J.R.M.

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