POR
LUIS MIGUEL GARCÍA MORA*
Fundación Histórica Tavera (Madrid) (Continuación)
En abril de 1867 se suspendieron las sesiones. Los comisionados volvían a Cuba sin ningún logro y allí se encontraron con la política de hostigamiento del nuevo capitán general, Francisco Lersundi. Aunque muchos de ellos estaban al tanto de que fuerzas democráticas tenían avanzados planes para derrocar al gobierno de Isabel II y, por tanto, era probable que la política reformista llegase a las Antillas, desanimados por las primeras medidas de los dirigentes del Sexenio–que mantuvieron a Lersundi–, renunciaron a toda actividad política. España no sólo desoyó las peticiones que se le hacían desde Cuba, contrariando de este modo a una opinión pública que había puesto todas sus esperanzas en la acción reformista, sino que incluso se permitió subir los impuestos en un momento muy delicado de la economía de la isla, creando el caldo de cultivo adecuado para que los cubanos buscasen otro procedimiento político a fin de satisfacer sus exigencias.
La Guerra de los Diez Años (1868-1878) fue el exponente más claro de este cambio de método10.
Los iniciadores de la Guerra de los Diez Años fueron un grupo de pequeños y medianos propietarios orientales, para los que, a diferencia de los hacendados occidentales, la esclavitud no les reportaba ninguna utilidad. Prueba de ello es que mientras que en el occidente la población esclava constituía el 30% del total,
en el oriente sólo alcanzaba el 19%, concentrándose el 85% en Guantánamo y Santiago de Cuba, los dos únicos territorios que no participaron en la organización de la sublevación. Una región con una economía más precaria, donde la subida impositiva decretada en julio de 1867 y agravada por los abusos cometidos por los funcionarios encargados de su recaudación, fue el detonante de una situación altamente revolucionaria11.
En la región occidental, los antiguos reformistas mostraron diversas posturas: unos huyeron al extranjero y desde allí colaboraron con la revolución, siempre tratando de moderarla y de evitar que ésta tomase medidas demasiado radicales; otros se pusieron al lado de España, criticando abiertamente la postura revolucionaria.
Saco la calificó de funesta, mientras que otros antiguos reformistas (Nicolás Azcárate o José María Zayas) estaban en contra de la guerra por las consecuencias sociales que podría tener. Los independentistas, ante la prolongación del conflicto, fueron adoptando posiciones más radicales, como la quema de plantaciones
y la abolición de la esclavitud. Esta última medida suponía integrar en la República cubana, que aunque república en armas ofrecía un mínimo entramado institucional –constitución, ejército, asamblea parlamentaria–, a la población de color. A diferencia del ideal nacional reformista blanco enunciado por Saco, ahora era cubano aquel que estuviera dispuesto a luchar por la independencia de la isla, sin importar el color de su piel12.
Tras diez años de guerra ni los cubanos habían logrado la independencia, ni las autoridades coloniales habían acabado con una revolución que cada vez se mostraba más débil. En estas circunstancias, una parte de la cúpula revolucionaria decidió pactar el final del conflicto con las autoridades españolas: en febrero de 1878 se firmó la Paz del Zanjón. Por aquellas fechas, las filas insurrectas estaban divididas en distintos sectores. Para algunos la independencia no era el fin, sino sólo el medio por el que lograr la anexión a los Estados Unidos; otros, desconfiaban del papel cada vez más preponderante que las fuerzas más populares estaban
tomando dentro de la revolución. Finalmente, éstas últimas eran las únicas verdaderamente interesadas en continuar la guerra hasta conseguir la absoluta emancipación; serán las que por boca de Antonio Maceo, líder negro del independentismo, protesten en Baraguá por la firma de una paz que no reconocía la abolición
de la esclavitud y, en definitiva, serán sobre las que se reconstruya, entre 1878-1895, el grueso del movimiento libertador.
EL AUTONOMISMO CUBANO Y SUS HISTORIADORES.
El Partido Liberal Autonomista fue el primer partido legal en la historia de Cuba. Por ello cabría pensar que la historiografía sobre el mismo fuese amplia y,sin embargo, hasta hace unos pocos años no hemos dispuesto de una monografía completa dedicada a él13. Los primeros tiempos de la República cubana, que los
antiguos autonomistas contribuyeron a erigir, no ofrecían el contexto más apropiado para realizar un estudio integral. A pesar de que éste había protagonizado la vida política del último tercio del siglo XIX, el mantenimiento de su compromiso con la metrópoli hasta el último momento y su oposición a la guerra hacían
del tema un objeto de estudio poco apetecible, más en un momento que lo que demandaba era hacer patria. Se trataba de olvidar y justificar su actuación y, más que valoraciones generales sobre el movimiento, nos encontramos con estudios y monografías sobre algunos de sus miembros, los más próximos al independentismo o aquellos que más habían participado en la vida política de la República14.
A partir del triunfo de Fidel Castro, en 1959, la historia política mantiene una postura clara. La revolución cubana constituye un proceso único y desde sus inicios, popular y democrático; un movimiento que comienza con Carlos Manuel de Céspedes, continúa con José Martí y retoma Fidel Castro que, finalmente, vendría
a recuperar la república martiana, traicionada por unos políticos prisioneros del neocolonialismo norteamericano. Desde esta perspectiva, el autonomismo deviene un movimiento antinacional por burgués y viceversa. En última instancia lo que se trata de poner de manifiesto es que la burguesía, por sus intereses de
clase, no podía encarnar un proyecto político nacional. El autonomismo queda reducido, de esta forma, a un obstáculo en el proceso de su construcción15.
Todos estos clichés ideológicos están claramente presentes en la primera monografía integral sobre el autonomismo, aparecida en 1997, casi al siglo de su disolución como formación política. Su autora, Mildred de la Torre, que omite que las relaciones entre el independentismo y el autonomismo eran más fluidas
de lo que ella mantiene, nos presenta una historia en la que contrapone la bondad intrínseca de los primeros, frente a la perfidia de los segundos, llegándose a plantear el dislate de la necesidad histórica del autonomismo16.
Recientemente, a principios de este mismo año, ha aparecido la segunda monografía dedicada al autonomismo cubano, obra de Marta Bizcarrondo y Antonio Elorza17. Como ellos mismos reconocen, pretenden establecer la biografía política del partido y, para ello, han recurrido a la glosa continua de su discurso. Respecto a la historiografía cubana posterior a 1959, aportan una imagen más positiva,
considerándolo una solución que fracasó por la inflexibilidad de la política colonial española. Esto resulta algo obvio desde nuestra perspectiva, pero lo que habría que preguntarse es porqué los autonomistas confiaron hasta el último momento en la posibilidad de realizar su programa dentro de la legalidad. Quizás tuvieron más fe de la que se les supone en la reformulación del modelo colonial que se produce tras el Zanjón y confiaban que, al igual que en la metrópoli, el régimen se ensanchase e incorporase, si no todas, sí algunas de sus demandas. Bizcarrondo y Elorza no quieren ver esta perspectiva, la del consenso, y adoptando un esquema clásico dentro de la historia política, se preocupan sólo por demostrar el fracaso del autonomismo, porque la Restauración era un régimen inviable y corrupto, más en su vertiente ultramarina. De esta manera desarrollan un discurso demasiado cerrado, sin matices, en apariencia muy congruente, pero en el que se dan por supuesto muchos aspectos que deberían demostrarse de forma más fehaciente, estableciéndose una falsa causalidad que confunde la sucesión temporal con la relación causa efecto (post hoc, ergo propter hoc)18. Y sabemos que el sistema colonial no estaba hecho para favorecer al autonomismo, más bien al contrario, pero tampoco era tan inflexible como para despreciar a la opción política legal de más arraigo entre la población criolla, más después de diez años de guerra y siendo constantes las presiones antisistema del independentismo. No se lo podía permitir. Por otro lado, es muy cuestionable que tras el Zanjón algunos grupos de presión tuvieran el poder suficiente para dictar la política colonial a su antojo19.
En última instancia, en la segunda mitad del siglo XIX tener o conservar un imperio colonial era algo muy importante desde el punto de vista de las relaciones internacionales. Si España quería mantener su estatus de potencia de segundo orden, tendría que hacer un esfuerzo20. El Zanjón fue el primero, pero no el último.
Evidentemente si nos quedamos en la glosa del discurso autonomista, para sus formuladores, como para los de cualquier formación política, siempre es poco lo que se consigue y nunca se renuncia públicamente a lograr más. Como reconocía el vicepresidente del partido, Carlos Saladrigas, «[los autonomistas] ignoraban
lo que obtendrían, pero sabían que habían de pedir y hasta donden habían de llegar, aunque sus esperanzas no tenían ocaso»21.
Quizás unos datos objetivos avalen nuestra interpretación. En el año 1879-80, el primer presupuesto de gastos tras el Zanjón fue de 54,7 millones de pesos, si bien habría que restarle diez millones de pesos de la renta de loterias que, a partir de ese año, sólo computa su liquidación efectiva. En 1894, el último antes de la
guerra, 26 millones, prácticamente la mitad. Debemos de reconocer que si estas cantidades se manejan teniendo en cuanta la deflacción del periodo, los 44 millones de 1879 son los 26 de 1894 y un nivel de gasto muy similar al que se estaba pagando la isla antes de la guerra ¿Se puede hablar de expolio o de una tributación que, a pesar de los déficits, se iba adaptando a la capacidad contributiva de
la isla? El déficit era constante, es cierto, pero la cantidad que las autoridades fijan para su amortización, prácticamente también22. Bizcarrondo y Elorza hablan de «la paz armada». La partida del presupuesto dedicada a la defensa era en 1879 de 24,7 millones, en 1894 de 5,8, es decir, la quinta parte. Entre 1868-1880, Guerra de los Diez Años y Guerra Chiquita, se envían a Cuba 243.610 soldados,
mientras que entre 1881-1894 sólo 82.513. Sabemos que en 1878 se repatriaron 20.654 militares. El ejército regular en tiempo de paz, estimado por Manuel Moreno Fraginals y José Moreno Masó, nunca pasó de 30.000 efectivos, (25.000
para otros autores) y citando los datos aportados por el general Camilo Polavieja, durante su mandato (1891-1892), señalan que eran 25.748, contando tropa, mandos y personal de servicio. En realidad la ley obligaba, en 1883-1885, a no tener más de 22.000 hombres. Si lo comparamos con las cifras de la península, nos da un ratio mayor de soldados por cada mil habitantes. Pero Cuba, no debemos olvidarlo,
era una colonia, hacía frente a un movimiento independentista, en ocasiones larvado y en otras manifiesto, y estaba en un espacio estratégico, la cuenca del Caribe, de una importancia de primer orden23.
Creemos, siguiendo a N. Poulantzas, que el Estado en la Edad Contemporánea es un ente autónomo regulador de los intereses de las distintas clases. Pero casi siempre se perfila al servicio de alguno de ellas. El problema sobreviene cuando los objetivos de la clase dominante son heterogéneos, como sucedía en España a fines del siglo XIX, de tal manera que lo bueno para unos es perjudicial para otros y, al final, siempre se acaba con el sacrificio de una de las partes en conflicto, pero no sin antes tratar de consensuar. Así cuando en 1890 surge la disputa arancelaria con los Estados Unidos, Antonio María Fabié, ministro de ultramar, le escribe al gobernador general Polavieja:
«Sólo conocemos un principio invariable de política: el principio de que
conviene acomodarse a las circunstancias y sacar de ellas el mejor partido posible.
Por otra parte, tampoco estamos dispuestos a sacrificar, ni siquiera a
posponer el interés de Cuba al de otra provincia o región española, sino a proponer
armonizar los intereses insulares y peninsulares»24.
(Continuará)