(Foto de Internet) (Fragmentos).
Del autonomismo en Cuba se ha hablado tan poco, que aquí en el Blog no nos cansamos de difundirlo. J.R.M.
Por LUIS MIGUEL GARCÍA MORA*
Fundación Histórica Tavera (Madrid)
Revista de Indias, 2001, vol. LXI, núm. 223
Los iniciadores de la Guerra de los Diez Años fueron un grupo de pequeños y medianos propietarios orientales, para los que, a diferencia de los hacendados occidentales, la esclavitud no les reportaba ninguna utilidad. Prueba de ello es que mientras que en el occidente la población esclava constituía el 30% del total, en el oriente sólo alcanzaba el 19%, concentrándose el 85% en Guantánamo y Santiago de Cuba, los dos únicos territorios que no participaron en la organización de la sublevación. Una región con una economía más precaria, donde la subida impositiva decretada en julio de 1867 y agravada por los abusos cometidos por los funcionarios encargados de su recaudación, fue el detonante de una situación altamente revolucionaria.
En la región occidental, los antiguos reformistas mostraron diversas posturas: unos huyeron al extranjero y desde allí colaboraron con la revolución, siempre tratando de moderarla y de evitar que ésta tomase medidas demasiado radicales; otros se pusieron al lado de España, criticando abiertamente la postura revolucionaria. Saco la calificó de funesta, mientras que otros antiguos reformistas (Nicolás Azcárate o José María Zayas) estaban en contra de la guerra por las consecuencias sociales que podría tener. Los independentistas, ante la prolongación del conflicto, fueron adoptando posiciones más radicales, como la quema de plantaciones y la abolición de la esclavitud. Esta última medida suponía integrar en la República cubana, que aunque república en armas ofrecía un mínimo entramado institucional –constitución, ejército, asamblea parlamentaria–, a la población de color. A diferencia del ideal nacional reformista blanco enunciado por Saco, ahora era cubano aquel que estuviera dispuesto a luchar por la independencia de la isla, sin importar el color de su piel.
Tras diez años de guerra ni los cubanos habían logrado la independencia, ni las autoridades coloniales habían acabado con una revolución que cada vez se mostraba más débil. En estas circunstancias, una parte de la cúpula revolucionaria decidió pactar el final del conflicto con las autoridades españolas: en febrero de 1878 se firmó la Paz del Zanjón. Por aquellas fechas, las filas insurrectas estaban divididas en distintos sectores. Para algunos la independencia no era el fin, sino sólo el medio por el que lograr la anexión a los Estados Unidos; otros, desconfiaban del papel cada vez más preponderante que las fuerzas más populares estaban tomando dentro de la revolución.
EL AUTONOMISMO CUBANO Y SUS HISTORIADORES.
El Partido Liberal Autonomista fue el primer partido legal en la historia de Cuba. Por ello cabría pensar que la historiografía sobre el mismo fuese amplia y, sin embargo, hasta hace unos pocos años no hemos dispuesto de una monografía completa dedicada a él. Los primeros tiempos de la República cubana, que los antiguos autonomistas contribuyeron a erigir, no ofrecían el contexto más apropiado para realizar un estudio integral. A pesar de que éste había protagonizado la vida política del último tercio del siglo XIX, el mantenimiento de su compromiso con la metrópoli hasta el último momento y su oposición a la guerra hacían del tema un objeto de estudio poco apetecible, más en un momento que lo que demandaba era hacer patria. Se trataba de olvidar y justificar su actuación y, más que valoraciones generales sobre el movimiento, nos encontramos con estudios y monografías sobre algunos de sus miembros, los más próximos al independentismo o aquellos que más habían participado en la vida política de la República.
Así cuando en 1890 surge la disputa arancelaria con los Estados Unidos, Antonio María Fabié, ministro de ultramar, le escribe al gobernador general Polavieja: «Sólo conocemos un principio invariable de política: el principio de que conviene acomodarse a las circunstancias y sacar de ellas el mejor partido posible. Por otra parte, tampoco estamos dispuestos a sacrificar, ni siquiera a posponer el interés de Cuba al de otra provincia o región española, sino a proponer armonizar los intereses insulares y peninsulares».
Al autonomismo siempre le caracterizó un espíritu de consenso, propugnador de soluciones alternativas y aceptó cualquier medida positiva para resolver el problema colonial. Un partido de orden, de evolución, pragmático que, como reconocía uno de sus líderes, acudía a la arena política, tras diez años de guerra, a vencer con la palabra.
VENCER CON LA PALABRA. LOS PRIMEROS TIEMPOS DEL AUTONOMISMO CUBANO
A diferencia de movimientos políticos criollos anteriores, como el anexionismo y el reformismo, el autonomismo se constituye como un auténtico partido al cumplir las condiciones que la ciencia política impone para reconocer a una agrupación como tal: canalizar intereses de distintos sectores, aspirar o participar del poder y tener un programa para la sociedad en su conjunto. El partido es una institución integradora y mediadora de la pluralidad y de la conflictividad política que se produce en la sociedad en la que actúa. Su función es encauzar y comunicar al poder las demandas de la sociedad, para que dentro de los mecanismos del Estado pueda ser satisfecha. Los partidos políticos surgen cuando se precisan nuevas instituciones que ejerzan las funciones de integración y mediación ante el Estado; en los momentos de cambio, de crisis del sistema, para canalizar dicho cambio. Por ello, en agosto de 1878 el autonomismo presentó su programa político.
El programa del autonomismo no surgía ex novo. Llevaba tras de sí toda la tradición política del reformismo colonial. Organizado en tres grandes temas —cuestión social, política y económica—, condensaba las principales preocupaciones de las elites criollas y concretaba los problemas del momento. Un programa que, en definitiva, reflejaba el más puro sentido liberal (libertad de imprenta, reunión y asociación) y, en último término, la admiración al sistema de autogobierno que el liberalismo británico había instaurado en el Canadá.
En la cuestión social se trataba, por un lado, de solventar el problema de la esclavitud y, por otro, de señalar con qué tipo de inmigrantes se conformaría la fuerza de trabajo post-abolicionista. En cuanto a lo primero, los autonomistas presentaron una propuesta conservadora, basada en el artículo 21 de la Ley Moret de (1870), que facultaba al gobierno para presentar un plan de abolición cuando los diputados cubanos fueran admitidos en las Cortes. Pedían una indemnización y no fijaban un plazo concreto para llevarla a término. Para el gobernador general Blanco la actitud autonomista ante la abolición «se agita en continuas dudas y vacilaciones, pues si sus tendencias políticas le impulsan a formular opiniones abolicionistas, en absoluto, los intereses materiales y permanentes de estas provincias, que no pueden desatender, le imponen limitaciones y fórmulas de transacción. Al año, sin embargo, vencidos los temores del primer momento y empujados por los sectores más progresistas del partido, ya reclamaron la abolición inmediata y sin indemnización, siendo los principales opositores de la Ley de Patronato, aprobada por las Cortes en 1880 y que prolongaba por ocho años la esclavitud. Fueron autonomistas los que pretendieron abrir en La Habana una filial de la Sociedad Abolicionista Española, dirigida en Madrid por el político autonomista Rafael María de Labra, y fueron abogados autonomistas los que se preocuparon por asesorar a los patrocinados sobre sus derechos recién adquiridos.
En el terreno económico y conscientes del papel que jugaba el azúcar en la economía de la isla, reclamaban el librecambio, proponiendo un desarme arancelario que no tuviera más sentido que el poder mantener las necesidades presupuestarias. Además demandaban tratados de comercio, principalmente con los Estados Unidos, conocedores de la importancia que había adquirido el mercado norteamericano.
En la segunda parte de su propuesta social, los autonomistas mostraban su predilección por una inmigración blanca y familiar. Estaba claro que en su modelo de nación excluía a los esclavos y en gran medida, a la población de color y de origen asiático. Ese «blanqueamiento» recordaba mucho a los temores expresados por Saco, «blanqueamiento» que se completaba con la «educación moral e intelectual del liberto», es decir, aculturación a los patrones de la población blanca. El liberalismo autonomista era consciente de la dificultad que entrañaba formar un orden constitucional y democrático con el mantenimiento de la esclavitud y de ahí arrancaba su fervor abolicionista. Pero conseguida ésta e integrado el liberto en el «orden blanco», la lucha contra la discriminación racial era un problema que debía resolver la evolución de la sociedad.
En el terreno económico y conscientes del papel que jugaba el azúcar en la economía de la isla, reclamaban el librecambio, proponiendo un desarme arancelario que no tuviera más sentido que el poder mantener las necesidades presupuestarias. Además demandaban tratados de comercio, principalmente con los Estados Unidos, conocedores de la importancia que había adquirido el mercado norteamericano.
Finalmente, en el aspecto político, los autonomistas se declararon partidarios del autogobierno bajo la fórmula de «la mayor descentralización posible dentro de la unidad nacional». Se sirvieron de este circunloquio, en palabras de Ricardo del Monte, para evitar problemas con las autoridades que no querían que se proclamase la autonomía colonial, un objetivo que a lo largo de su existencia como partido iría cobrando forma y con el que se pretendía la participación efectiva de los cubanos en los asuntos que directamente afectaban a la isla. Como en el caso de la abolición, esperaron a conmemorar el primer aniversario del partido para proclamar su credo sin ambages: «pedimos el gobierno del país por el país, el planteamiento del régimen autonómico como única solución práctica y salvadora».
Por último, su programa político reclamaba el cuerpo legal de derechos y deberes que por esas fechas ya disfrutaban en la metrópoli y que en Cuba se aplicaban en un sentido restrictivo. Exigían la homologación de las leyes electoral, municipal y provincial, del Código Penal, de la ley hipotecaria, etc. Además demandaban la implantación sin limitaciones de las leyes de imprenta, reunión y asociación, las libertades necesarias, irrenunciables para todo partido liberal. En definitiva, los autonomistas buscaban establecer un «Estado en pequeño» dentro de la Monarquía española. Era una opción conservadora frente a la independencia, pero que gozaba de un fuerte apoyo entre unas elites criollas escarmentadas por la Guerra de los Diez Años y horrorizadas ante la práctica política de las repúblicas latinoamericanas.
El primer obstáculo que tenía que superar el Partido Liberal Autonomista era un sistema electoral claramente diseñado para favorecer a la población de origen peninsular. Mientras que en la metrópoli se exigía el pago de 5 pesos por contribución territorial y 10 por subsidio industrial para tener derecho al voto, en Cuba 25, por cualquiera de los dos conceptos. Hay que señalar que el agricultor en Cuba cotizaba un 2% de sus utilidades, mientras que el industrial y el comerciante, casi todos ellos peninsulares, un 16%. En otras palabras, era más fácil para los segundos tener acceso al sufragio. Además, los funcionarios coloniales y los socios de las compañías mercantiles (socios de ocasión) tenían derecho al voto. Finalmente, el sistema de circunscripciones electorales estaba hecho para que el voto rural se ahogase en las grandes urbes, algo que en la metrópoli no sucedía, ya que la mayoría de los distritos eran rurales. Si a todo esto unimos las coacciones de las autoridades, los copos, las inclusiones y exclusiones de votantes en el censo, nos explicamos porqué, primero, el censo era muy escaso y, segundo, porqué siempre el triunfo era para la Unión Constitucional.
Entre 1879 y 1885 se celebraron tres procesos electorales: 1879, 1881 y 1884. Sobre 24 actas de diputados, en los primeros comicios los autonomistas obtuvieron 7, en las segundas 4 y en las terceras, 3. En el Senado ganaron las actas de la Universidad de la Habana y Sociedad Económica de Amigos del País, que siempre fueron suyas, así como la de Puerto Príncipe en las primeras votaciones.
Los objetivos, de acuerdo a las directrices de la Junta Central eran claros: pedir la abolición de la esclavitud, poner de manifiesto hasta dónde llegaban las intenciones reformistas de los gobiernos metropolitanos y plantear la autonomía colonial. La abolición llegó pronto, en 1880, viéndose sustituida por un patronato de ocho años, que los diputados antillanos siguieron impugnando en las sucesivas legislaturas.
En noviembre de 1897 se dieron los decretos que fijaban las bases de la autonomía, acompañados de otros dos: sufragio universal e igualdad de derechos entre españoles y cubanos. El entramado institucional era el siguiente. Un Parlamento bicameral formado por una Cámara de Representantes elegida por sufragio universal (1 representante por cada 25.000 habitantes) cada cinco años y un Consejo de Administración de 35 miembros, de los que la metrópoli designa 17. El Parlamento entiende de justicia, obras públicas, tesoro, educación, política monetaria y tiene capacidad para formar su propio presupuesto. El Gobernador General, como máxima autoridad designada por el gobierno metropolitano, lo controlaría, sancionaría sus decisiones y formaría el Consejo de Secretarios para atender los ramos de Gracia y Justicia y Gobernación, Hacienda, Instrucción Pública, Agricultura, Industria y Comercio y Obras Públicas. El primero de enero, presididos por Gálvez, con tres secretarios autonomistas (Montoro, Govín y Zayas) y dos reformistas (Eduardo Dolz y Laureano Rodríguez) nacía la autonomía.
Tras veinte años de existencia, los autonomistas se habían convertido, al fin, en el eje de la vida política insular. Además contaban con el favor de las autoridades frente a la Unión Constitucional. En las elecciones a Cortes obtuvieron el 70% de los escaños; en las del Parlamento insular, el 80%105. Pero el problema era otro. Indudablemente los autonomistas sabían que la única manera de consolidar el nuevo régimen era conseguir la paz. Los independentistas temían que la viabilidad de la autonomía les dejase sin argumentos para seguir la lucha y por ello decretaron la pena de muerte para quien aceptase la fórmula de «paz por autonomía». Por su lado, los Estados Unidos tampoco estaban a favor de que se consolidase el nuevo modelo de relación colonial. Las inversiones norteamericanas a lo largo del siglo XIX se habían ido incrementando y estaban sufriendo mucho con la guerra. Además, querían controlar a su principal abastecedor de azúcar y uno de sus principales mercados de exportación. Siempre preferirían una independencia tutelada, que tener que negociar con los cubanos y, en último término, con España.
Bibliografia:
LA FUERZA DE LA PALABRA. EL AUTONOMISMO EN CUBA EN EL ÚLTIMO TERCIO DEL SIGLO XIX
POR
LUIS MIGUEL GARCÍA MORA* Fundación Histórica Tavera (Madrid)
Revista de Indias, 2001, vol. LXI, núm. 223