EL AMOR FILIAL Y LA "MADRE MAYOR" EL EPISTOLARIO "Todo el que lleva luz se queda solo", advirtió Martí, y esa soledad no excluía los primeros afectos. Doña Leonor nunca le perdonó al hijo la vocación que la obligaba a vivir en incomodidad y angustia. Se la ha juzgado por el aprecio de Martí, pero el cariño la pintó más como quería él que fuera que como fue. La más antigua declaración de amor que se conoce está en la carta de Hanábana, de cuando tenía nueve años, en la despedida: "Su obediente hijo que la quiere con delirio". Así la quiso Martí, con un "delirio" que no le pudieron reducir las quejas y los reproches de ella. A su amigo Manuel Mercado le confesó en 1878 lo que poco después habría de decir también de la esposa: "Mi madre tiene grandezas y la amo, pero no me perdona mi salvaje independencia, mi brusca inflexibilidad, ni mis opiniones sobre Cuba. Lo que tengo de mejor es lo que es juzgado por más malo. Me aflige, pero no tuerce mi camino. Sea por Dios". Y poco antes de Dos Ríos, desde Montecristi, le escribió a la madre: "Ud. se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida”. Así lo quiso ella, con su amor colérico, y con algo de la "espada" del Evangelio atravesada en el alma. En esa última carta le repite: "El deber de un hombre está allí donde es más útil"; pero tampoco ella entendió lo que le decía. EL EPISTOLARIO De Martí a la madre sólo se conservan cinco cartas. Además de las mencionadas, hay una desde el presidio en la que se inicia la porfía de los sufrimientos, el común denominador del epistolario: "Es verdad que Ud. padece mucho; pero también lo es que yo padezco más"; otra de cuando le manda un ejemplar de los Versos Sencillos: "Lea este libro de versos: empiece a leerlo por la página 51. Es pequeño, es mi vida"; y otra, también desde Nueva York, un año antes de su muerte: "Déjeme emplear sereno, en bien de los demás, toda la piedad y el orden que hay en mí”. Durante buena parte de su vida, desde 1870 hasta 1895, con el breve intervalo de México, La Habana y Nueva York, Martí vivió separado de la madre. Si bien es cierto que ella se queja de sus silencios, dadas su devoción y facilidad para escribir, se puede suponer que existió un rico epistolario, aunque también hay que tener en cuenta aquella observación que le hizo en carta a Mercado sobre sus silencios: "Fortalecer y agrandar vías es la faena del que escribe, Jeremías se quejó tan bien, que no valen quejas después de las suyas. Por eso no escribo, ni a mi madre ni a Ud., ni para mí mismo, porque pensar en las penas quita fuerzas para sufrirlas..." Es probable que fuera más abundante el epistolario en los primeros años de la separación, pero ése lo destruyó doña Leonor en un acceso de ira, según la carta llena de reconvenciones que le escribió el 14 de octubre de 1881: |
Hijo mío, cuando tengas mucha pena, deja de escribirme para otro lugarcito, pues cartas como la última no me llenan y me dejan muy triste, pues sólo parece escrita para cubrir un expediente. ¡Qué poco confidencial, hijo!... Nada, nada, neblina tan tupida como la que velan mis ojos. Yo estaba muy mala cuando la recibí, y más mala me puse. Dios me ha mandado a la vejez dolores de muelas. Yo creo que esto me resultó de mucho leer, pues ya me cuesta mucho esfuerzo. Es el caso que yo guardaba todas tus cartas con la esperanza de que algún día tendríamos tranquilidad para repasarlas juntos y reír o llorar con ellas, pero viendo que esto se alarga mucho, que yo puedo morir, y ellas ir a parar a manos extrañas, determiné romperlas, pero no tuve valor sin darles un repasón, y como algunas tienen ya la tinta apagada, he hecho mucho esfuerzo; pero ya se acabó la obra, y no me pesa pues rara era la que no tenía un ramalazo que no me hubiera gustado que otro las leyera; conque ya tú ves que sin tener culpa has sido la causa de mi dolor de muelas. Acabo por si tienes hoy también mucha pena y yo te distraigo con estas tonterías…
De doña Leonor se han publicado un total de l9 cartas, casi todas de entre 1881 y 1883: los años del fracaso de Martí en Caracas, del empleado de comercio en Nueva York, de la visita de la mujer y del hijo, y de las primeras corresponsalías a Buenos Aires. En ellas sigue la afligida contienda; le dice la madre: "Tus penas, por graves que sean, pueden tener remedio un día, pero éstas [mías], que no lo tienen jamás, son las que nos parten el alma"; e insiste en el razonar pedestre sobre el objetivo de la vida:
Te acordarás de lo que desde niño te estoy diciendo, que todo el que se mete a redentor sale crucificado... Mientras tú no puedas alejarte de todo lo que sea política y periodismo, no tendrás un día de tranquilidad. ¡Qué sacrificio tan inútil, hijo de mi vida, el que estás haciendo de tu tranquilidad y de la de todos los que te quieren!" Y siempre la queja por el silencio del hijo que no sabe responder al inacabable regaño: "¿Qué causa tan poderosa podrá ser la que te impide escribirme? Dios mío, ¿qué habré hecho yo para tanto sufrimiento? ¿Por qué me dio un solo hijo para que tanto me haga llorar?
Y la intimidación porque Martí no quiere ir a La Habana a cuidar de la familia: "Dios te perdone, hijo todo el mal que me haces, y por ti le pido a todas horas, y porque te conserve tu hermoso hijo, y no te castigue en él lo que tu abandono hace sufrir a tu madre". Y, por último, remedando su estilo, en forma sentenciosa, a él que ha desarrollado toda una ética sobre el deber—"Es deber del hombre levantar al hombre"—, ella le objeta cortante: "Es deber del hombre mirar por los suyos…”
¿Podemos creer lo del "ramalazo" que dice la madre tenían las cartas que guardaba? No, su bondad y su querencia se lo hubieran impedido. Pero es que ella entendía como golpe el renunciamiento que le negaba acceso a su objeto amoroso. "Las madres", dijo Martí, "son amor, no razón, son sensibilidad exquisita y dolor inconsolable”.
Vista a través de sus cartas, se nos presenta doña Leonor como una madre egoísta que vio en el hijo, el único varón, antes que todo, su fuente exclusiva de cariño y el amparo para su vejez y para las hijas, y al no poder lograrlo, trocó el amor en furia, en araño el mimo y la caricia. Es como si fuera reversible el amor de la madre, y por el mismo camino y fuerzas con que trasmuta la ingratitud y la afrenta en lealtad apasionada, a golpes de pena, produce reacción de signo contrario. "Toda madre debiera llamarse maravilla", dijo Martí. No podemos tampoco verla sólo una vez madre, sólo madre del héroe, sino también de siete hijas (Leonor, Carmen, Amelia, Antonia, Ana [muerta a los 19 años) y Pilar y Dolores [que murieron siendo niñas]), apiñadas en la sala enjuta, alrededor de don Mariano, enfermo, malhumorado y cesante: ellas bajo el asedio de pretendientes que la madre teme traigan mayor infortunio a la familia: "Triste misión la de la madre", le escribe al hijo, "siempre temiendo”.
Martí se pasó la vida enamorando a doña Leonor, y su conducta y su talento no hubieran querido mejor sanción que la de ella. No la logró ni el apóstol ni el genio. Muy en los comienzos de su carrera de escritor, en 1881, se publicó en Caracas un trabajo de Martí con un elogio de Juan Ignacio de Armas. En La Opinión Nacional, el crítico hablaba "del profundo pensador que con tanta rectitud de juicio" había analizado a los "poetas españoles contemporáneos". Con todo entusiasmo se lo envía Martí a la madre: aparte del orgullo que podría producirle, quizás el reconocimiento ajeno estimularía el de ella. Su respuesta es desconcertante: "...con respecto a lo de gran pensador te felicito lo que tiene de honroso, pero te confieso que en esto soy un poco egoísta, y sí quisiera que pensaras menos en los demás para que te quedara tiempo de pensar en los tuyos, que bien lo necesitan. Bien sé que este pensar mío no te gustará, pero, ay, hijo, las amarguras de los años hacen pensar muy diferente". Poco después Adriano Páez, el primer crítico que elogió la prosa de Martí, aplaudía desde Bogotá su estilo: "Días atrás", escribió, "al analizar en La Pluma un trabajo de Martí sobre la poesía española contemporánea, anunciábamos que ese nombre sería pronto célebre. No vemos en España ni en Sud América un prosista mejor dotado ni más brillante... Su talento es tan inmenso que es imposible predecir hasta qué punto llegará con el tiempo..." A Martí le impresionó tanto el temprano juicio de Páez, quien además lo compara con Emerson y Castelar que, años más tarde, cuando recuerda los diez "momentos supremos, lo poco que se recuerda como pico de montaña en la vida", menciona el presidio,un beso del padre, el ver a su hijo recién nacido y, por último, el juicio de Adriano Páez. También se lo envía a doña Leonor, pero ella no lo lee; él insiste y, por fin, le responde: "Ya leí el artículo con detenimiento, y veo que todo está en él; era que sólo lo había hojeado porque Chata estaba aquí y se lo llevó, pero ya veo que te desean muy buenas cosas. Dios nos dé salud para verlas cumplidas; yo estoy un poco mejor, no sé si llegaré allá". Y en esa misma carta le acusa recibo de los ejemplares de Ismaelillo ("los libritos", dice) pero no le habla del poemario en las que siguen; tres meses más tarde le escribe: "De tu Ismaelillo... qué quieres que te diga si ésta es la cuerda más dolorosa de la guitarra del alma. De versos no entiendo, para mí está en prosa porque está escrito en la realidad". Tiene este juicio, sin duda, una vertiente de prodigio, pero no es ni sombra del aplauso con que lo premiaría el orgullo de una madre.
Nunca supo apreciar doña Leonor el talento de su hijo, que lo achaca a su "cabeza de volcán", ni entender sus preocupaciones; en carta a Manuel Mercado, que nunca ha sido publicada y forma parte de la colección que en otra parte de este libro se menciona, con fecha primero de agosto de 1883, le dice:
...Por evitar lo que ha sucedido con sus cartas [que se habían perdido], había escrito a mi hijo varias veces, que preguntara a Ud. si había recibido la mía, pero con su cabeza de volcán, siempre se olvidaba de darme razón de esto. Hoy está más tranquilo, pues a más de su mujer e hijo tiene a su lado a su padre; él ha querido cuidarlo ya que la mala suerte nos separa; por ahora están contentos, y nosotros resignados con la tranquilidad de ellos…
Doña Leonor fue "la matrona fuerte" que buscó al hijo bajo la balacera del teatro Villanueva; fue la madre angustiada que quiso conmover a las autoridades de España para lograr el indulto de su hijo: le escribió al Gobernador General:
Excelentísimo señor: Aquí tenéis a las hermanitas y triste madre del desgraciado José Martí, joven que acaba de cumplir 17 años, y ha sido sentenciado a seis años de presidio por tres palabras escritas cuando apenas contaba 15 años... Por esta causa veo a mi hijo hoy con los peores criminales arrastrando un grillete, y no teniendo en el mundo más amparo que este único hijo, para que [con] su trabajo ayude a sostener a seis hermanas menores que él, y su padre un anciano y enfermo, y no pudiendo resistir tamaña desgracia y confiando en el clemente corazón de V.E., es por lo que me atrevo a suplicar a V.E. se sirva indultar a mi desgraciado hijo de pena tan dura y con cualquiera otra que V.E. tenga a bien imponerle para que no le prive de trabajar para aliviar nuestra desgraciada suerte…
Aun con el sortilegio y la disculpa es difícil encontrar en ella el pozo de dulzura de la madre cubana. El sacrificio del hijo le parece tanto más inútil cuanto que es por una tierra que no siente suya. Con disculpa, pues suele ser innoble, tienta la comparación: ¡Qué distancia entre Leonor Pérez y Mariana Grajales! —ésta sobre su hospital de sangre y cementerio de hijos, apurando al menor: "¡Y tú, empínate, que ya es tiempo de que pelees por tu patria!" Doña Leonor es Espirta, la madre de Abdala, que tampoco comprende la pasión del hijo: le pregunta airada cuando parte a luchar por Nubia: "¿Y tanto amor a este rincón de tierra?/¿Acaso él te protegió en tu infancia?/¿Acaso él fue quien engendró tu audacia?”
Nota: Saquen sus conclusiones. J.R.M.