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domingo, 12 de diciembre de 2010

La Santa Lujuria de Marta Rojas


(Foto Palacio del Marqués de Aguas Claras, La Habana Vieja)


UN HOMBRE QUE HA NACIDO EN CUBA a finales del siglo XVIII, en 1777 para mayor precisión, se pasea con una peluca blanca de caballero, un tricornio negro, guantes blancos y bastón, por las calles de San Agustín de Las Floridas -hoy La Florida-, que entonces era posesión española al igual que la isla de Cuba y se gobernaba desde La Habana.

Su nombre es Francisco Filomeno, "el marquesito de la piel quebrada" como es llamado, por haber nacido hijo de blanco, el señor don Antonio Ponce de León y Morato, Marqués de Aguas Claras, dueño de un ingenio, barcos y otras posesiones; e hijo de mulata libre, Lucila Méndez.
Con el párrafo anterior podría resumirse la tragedia de este personaje protagónico de Santa lujuria, tercera novela de la escritora y periodista Marta Rojas. Es también la tragedia de su madre, el verdadero personaje principal, y la de la sociedad colonial cubana, la semilla que dió lugar a nuestra sociedad actual en la que se arrastran problemas y características que surgieron de esa génesis. Novela sobre la mezcla de las razas y los prejuicios raciales, novela histórica aunque de ficción, que indaga en nuestros orígenes para dar luz a lo que hoy somos, que se expande al ámbito latinoamericano y en especial, caribeño.

La lujuria, que es el exceso, la desmesura, en este caso de los placeres de la carne, atraviesa página a página de este libro, como motor impulsor de la fusión interétnica y por supuesto cultural; "santa lujuria" porque es aceptada por la iglesia y la sociedad en el "derecho de bragueta" de los amos sobre las esclavas, de los dueños sobre el objeto, "las piezas de ébano", con el placer adicional de la transgresión en el sexo, fuera de la sujeción de las normas sociales impuestas, en absoluta libertad para decidir sobre la vida y el destino de los sometidos a esclavitud, en especial las mujeres, que deben sufrir una doble posesión. Santa lujuria también porque nos hizo lo que somos, como diría Simón Bolívar "Que no somos blancos, ni indios, ni negros, sino nueva síntesis de todos ellos" y con esto se refería no solo a un aspecto racial sino sobre todo cultural.

Marta Rojas utiliza el erotismo como una metáfora de la esclavitud y el mestizaje, según sus propias palabras, pero va más allá al convertirlo en liberación de las ataduras sociales y religiosas, en la interpenetración de las clases sociales al menos para el mutuo conocimiento de sus culturas. Desde el primer capítulo se manifiesta la transgresión: don Antonio Ponce de León obliga a una esclava con quien tiene un hijo recién nacido a que se acueste en la cama de su difunta esposa, bajo amenaza de quitarle el hijo presente en la escena, pero antes, a que se arrodille en el reclinatorio de la comunión del marqués y allí tener sexo también. Dos instituciones sagradas para la sociedad de aquel tiempo, la religión y el matrimonio, son violentadas en acciones simbólicas; instituciones muchas veces asumidas externamente, en lo formal, aún en nuestros días.

También en este primer capítulo se plantea el papel que el dinero va asumiendo por encima de la "nobleza de sangre": una cédula dictada por el rey llamada "Gracias al sacar" permite obtener "papeles de blanco", con los beneficios que esta condición otorga al que la posea, si se entrega determinada cantidad de dinero: "Por la dispensación de la calidad de pardo deberán pagarse 700 reales de vellón, [...] y por la dispensación de la calidad de cuarterón y quinterón deberá servirse a la Corona del Reino de España con 1000". Gracias a esta cédula real Francisco Filomeno podrá ser considerado blanco y estudiar abogacía; más tarde, al ser legitimado como hijo de don Antonio, será marqués y heredará la riqueza del padre.

El poder del dinero para cambiar el color de la piel u obtener un título de nobleza o grados militares, así como para obtener la libertad mediante la coartación, será visto también en capítulos sucesivos. El dinero se convierte en un vehículo para ascender socialmente, para traspasar las fronteras impuestas en una sociedad rígidamente clasista, como lo pueden ser acciones heroicas y extraordinarias -es el caso del padre del negro Salvador, que luchó contra los ingleses en La Habana y por esto le fue concedida su libertad-. Al dinero y al blanqueamiento por papeles apuesta también Lucila, la madre de Filomeno, sin embargo, son posiciones muy diferentes. Filomeno abjura de su raza, trata de ocultar su mulatez, al mismo tiempo que asume determinados patrones culturales como la religión de origen africano -solo en determinados aspectos que le convienen para su protección-, pero desprecia todo lo demás; y aunque no abjura de su madre, acepta el papel de aya impuesto por el padre. Filomeno es el típico ejemplo de un asimilado, que intenta a toda costa ocupar la posición asignada para el blanco, además, la que le correspondería como hijo legítimo de su padre; es un simulador que defiende los intereses de España.

En cambio Lucila decide jugar las reglas del juego de su sociedad solo como una forma de obtener su realización como ser humano, es el precio que paga por su libertad y autoafirmación. Es también la depositaria de su tradición religiosa y cultural, la que ayuda a los demás de su cofradía por su posición económica y por su astucia; es la belleza, la inteligencia y la bondad. Encarna el ideal de independencia. La novela podría llamarse Lucila ya que es el verdadero personaje principal; alrededor de ella se suceden todos los acontecimientos con los que de alguna manera está relacionada, la madeja se teje bajo su imantación y el final de la novela también es el de ella.

La posición anexionista está representada muy al pasar por Graciano -hijo de una esclava y el marqués de Aguas Claras, pero criado por floridanos y casado también con una norteamericana-, como algo que ya empieza a gestarse.

Muchos personajes coexisten con Lucila y Filomeno: don Antonio Ponce de León, el marqués sádico y lujurioso, apasionado por Lucila aunque incapaz de cruzar las fronteras de raza y clase; el capitán Albor Aranda, que se enamora y se casa con Lucila, romántico que se adhiere tímidamente a las revoluciones independentistas latinoamericanas; Griego, que se casa con la hija de Lucila y Aranda, representa lo mejor del humanismo de aquella cultura occidental que nació en el mundo griego; el piloto Cortés de Navia , que tiene un pasado como negrero y en su conciencia la muerte de una princesa etiope -despedazada por los perros- con la que había tenido una hija, lo cual le provoca impotencia sexual y al final lo lleva al suicidio; María Luz, la esclava que prefiere irse a la caza de cocodrilos por los pantanos de La Florida hasta el sitio de los indios seminolas, antes de seguir en la esclavitud; José, el hermano de Lucila, esclavo y líder religioso, que es quien representa la pureza de la herencia africana, su lenguaje y sus ritos; y muchos más que sería imposible relacionar en este espacio, ya que se trata de una novela de personajes, de caracteres que mueven la trama buscando sus destinos en un marco histórico-social que los limita.

Precisamente el gran fresco histórico, social y cultural que traza Marta Rojas, de quien no debemos olvidar su vocación periodística y su amor por la historia, es lo más sobresaliente de la novela. La autora ha confesado que se propuso indagar en aquellos momentos iniciales y posteriores de nuestra historia para llegar a la actual identidad cubana, insertada en un mundo caribeño y latinoamericano. Por eso se propuso hacer una trilogía con el mundo del Caribe y todas las cercanías -Estados Unidos, México, etc.- que confluyen para crear la mezcla de razas y de culturas que nos formaron. Santa lujuria debía haber sido la primera de la trilogía, ya que se desarrolla desde finales del siglo XVIII hasta las dos décadas inaugurales del siglo XIX; sin embargo, apareció antes El columpio del Rey Spencer que en realidad debía haber sido la tercera, y ahora la autora ha terminado la que sería la segunda, que cubre un período desde 1844 a 1882. Esta novela posiblemente se llame El harén de Oviedo, sobre un personaje real, un rico hacendado que vivió apartado de la sociedad con un harén de esclavas negras y mulatas, y los hijos de estas uniones, a los que les dio una educación esmerada, en especial a Enriqueta, hija de la favorita.

Santa lujuria tiene una valiosa información histórica que surge de un acucioso trabajo de la autora en el Archivo de Indias, en la Biblioteca Nacional, en la biblioteca del Arzobispado de La Habana, en el Museo Naval, en los censos de la época, aparte de sus vivencias personales.

 La travesía de La Habana a La Florida también la realizó en un vapor y conoció casualmente San Agustín. Pero esta información histórica cobra vida en sus descripciones del ambiente de aquel tiempo, la pobreza de las ciudades debido al incipiente desarrollo económico, las costumbres en las comidas, procesiones religiosas, vestimentas acordes con el rango social, comportamiento social de los personajes, etc., y la va entramando en los destinos personales. Hay pasajes en los que la ficción y la historia se fusionan para darnos un cuadro vívido de cómo pudo ser en la época. Así el encuentro de los músicos negros norteamericanos, esclavos fugados de Georgia, con los músicos negros cubanos de San Agustín de Las Floridas en la fiesta del Día de Reyes, la unión de los tambores con el chasquido de los dedos y las palmadas, los tambores batá con los banjos, "se combinaron voces, palmadas, chasqueos, con toques de tambores, bulla alegre de güiros y metales; sonidos de flautas y otros vientos mezcláronse con zumbidos de violines, y hasta de un arpa punteada por una negra; vibraciones de las cañas de bambúes sacados por el mexicano cocinero del Saeta a su marimba, o con un arpa y guitarra como hacía Melchor de Puebla, y el sonido indescifrable de las cuatro cuerdas del banjo". Un concierto exhuberante, polifónico, como el Caribe.

La profesora Miriam DeCosta-Willis en un evento organizado por la Universidad de Arkansas, hace una síntesis del significado de esta novela, a mi entender muy certero: "Santa lujuria es un texto subversivo e iconoclasta, que sirve de contradiscurso a la historia 'oficial', escrita por fundadores del linaje criollo cuyos textos principales crearon y preservaron la desinformación que se ceñía a la historia colonial cubana: a saber, la benevolencia de la esclavitud en las colonias, la atenuante influencia de la Iglesia católica, la licenciosidad de los africanos, y la 'pureza de sangre' de la élite criolla. Rojas invierte dicha historia, demostrando con un texto de ficción, basado en una meticulosa investigación en los archivos, la violencia de la esclavitud, la complicidad de la iglesia, la depravación sexual de los propietarios de esclavos, y las obscuras raíces de los criollos”.

Francisco Filomeno existió realmente. La autora guarda con celo la foto de su retrato en pintura y los datos de varias partidas de nacimiento; al mirar desde este futuro a sus ojos se siente una barrera que no ha podido franquear el paso de los años, la frialdad del que triunfó saltando los obstáculos que la sociedad le impuso y en ello extravió su corazón. De Lucila Méndez no hay fotos, ni es necesario, la podemos imaginar mirando al horizonte desde la ventana del piso alto de su casona en San Agustín de Las Floridas, y desde allí, regalarnos una pícara sonrisa de complicidad.

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Nota:
 Vemos como en los territorios de España sí se permitia el matrimonio interracial, mientras que en las colonias inglesas nó.


 Si Cuba no hubiese sido España, desde la Isla nunca se hubiese podido gobernar La Florida y ese orgullo lo llevamos los cubanos, y que se gobernaba desde el Palacio de los Capitales Generales de La Habana, hoy museo. Esa es la importancia de esa Cuba española de la que tenemos que estar orgullosos todos. J.R.M.

Algo sobre "El Zapateo Cubano"


Por Josefina Ortega, La Habana

Los cubanos tenemos famas de bailadores y así parece ser desde hace centurias, tal y como buena parte de los cubanos bailan hoy casino, Cha.cha-cha, danzón, algún que otro mambo; o se mueven al ritmo del hip-hop, cuando sobre el escenario un grupo de raperos advierte «¡ven, que te vo´a dar la caja!».

Y parece que sí que somos bailadores —o lo intentamos— igual el obrero que el intelectual o el campesino. Y en cada época se bailó lo que a cada época le tocó, haya sido la contradanza, el paspié, el minuet o el brake-dance.

Ni el fenómeno estuvo limitado al paisaje urbano, pues entre los campesinos existió una danza propia, una de las más antiguas, y con particularidades que la diferencia del estilo común a más de una región de esta América nuestra: el zapateo criollo.

El investigador e historiador cubano José María de la Torre, dijo en una ocasión que el origen del zapateo criollo parecía venir de la región española de Castilla la Nueva « pues al escuchar alguna tonada en La Mancha, creía estar oyendo el lastimero ¡ay! de nuestros campesinos…»

Según se describiría entonces, el baile de zapateo se hacía en pareja, hombre y mujer separados, uno frente al otro, marcando el movimiento del ritmo con los pies y manteniendo el cuerpo inmóvil.

Sin embargo, tal taconeo, la gestualidad y, en general, el ritmo asumido recuerda a la intencionalidad «coreográfica andaluza», según escribió el compositor cubano Sánchez de Fuente.

Durante un zapateo criollo hay intervalos de tiempo en que la música es la protagonista, y aún más, la aparición de la décima cantada —o recitada— acompañándose del «tiple y el güiro»

¿Qué es un tiple?, pues según los diccionarios, es instrumento «cordófono, compuesto de mango, cuello y caja, de dimensión mayor que el requinto e igual en todas sus partes. Tiene doce cuerdas distribuidas en cuatro órdenes triples, con la particularidad que el segundo, tercero y cuarto orden tienen una cuerda entorchada, combinada con dos de acero en afinación octavada. Se ejecuta utilizando las uñas, un plectro o bien las yemas de los dedos, para acompañar los cantos».

El güiro, el sencillo y cubano güiro, en cambio, es fruta de corteza dura, —en Cuba, al árbol lo llamamos güira— con forma de calabaza o melón, que una vez secado, se le hacen varias rayas paralelas consecutivas por uno de los lados y que al frotarse con unas varillas produce el consabido chiquichac-chiquichac-chiquichac… tan caro a la música cubana de todos los tiempos.

Desde principios del siglo XVIII, cuando ya se bailaba el zapateo, y hasta bien avanzado el XIX, en los campos cubanos fue famosa esta danza.

La danzante femenina vestía una vaporosa bata blanca con cintas de colores —el azul fue símbolo de cubanía—, pañuelos y adornos florales, mientras que el hombre usaba la incombustible guayabera.

Muchos años después, el tiple fue sustituido por la bandurria y finalmente por el «tres», instrumento con forma de guitarra con tres parejas de cuerdas y una caja de madera. En sus inicios, su estructura musical se basaba en la repetición constante de un estribillo de cuatro compases o menos, cantado por un coro conocido como el montuno, pero con el tiempo alcanzó su personalidad y protagonismo propios.

Hoy el zapateo es un baile olvidado y solo se interpreta en las compañías de danza folklóricas o en centros de educación artística. Considerado a principios del siglo XX como «cosa de rústicos» cayó en descrédito y lamentablemente se fue marginando.

Al menos, incluido en el plan de las actuales Escuelas de Instructores de Arte, se enriquecerá el repertorio de muchos jóvenes que creen que el simplón «tembleque» es lo máximo para el alma divertir.

Video de Zapateo Cubano



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