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miércoles, 27 de abril de 2011

Victoria del Barcelona ante el Real Madrid en la primera semi de la Champions

De UNO


El delantero argentino hizo silenciar el Santiago Bernabéu. Los Cules derrotaron 2 a 0 a los Merengues con dos de Lionel.

La opinión de José Martí sobre el 1 de mayo de 1886. Todo no es como lo pintan. Primera Parte


( Foto de Internet - Chicago 1886 )

 EL PROCESO DE LOS SIETE ANARQUISTAS DE CHICAGO

 El problema del trabajo en Europa y en América.
—Estudio de caracteres.—El proceso.—El veredicto: aplauso unánime.

Nueva York, septiembre 2 de 1886

 Señor Director de La Nación:

 Aquellos anarquistas que en la huelga de la primavera lanzaron sobre los policías de Chicago una bomba que mató a siete de ellos, y huyeron luego a las casas donde fabrican sus aparatos mortíferos, a los túneles donde enseñan a sus afiliados a manejar las armas, y a untar de ácido prúsico, para que maten más seguramente, los puñales de hoja acanalada; aquellos que construyeron la bomba, que convocaron a los trabajadores a las armas, que llevaron cargado el proyectil a la junta pública, que excitaron a la matanza y el saqueo, que acercaron el fósforo encendido a la mecha de la bomba, que la arrojaron con sus manos sobre los policías, y sacaron luego a la ventana de su imprenta una bandera roja; aquellos siete alemanes, meras bocas por donde ha venido a vaciarse sobre América el odio febril acumulado durante siglos europeos en la gente obrera; aquellos míseros, incapaces de llevar sobre su razón floja el peso peligroso y enorme de la justicia, que en sus horas de ira enciende siempre a la vez, según la fuerza de las almas en que arraiga, apóstoles y criminales; aquéllos han sido condenados, en Chicago, a muerte en la horca.

 Tres de ellos ni entendían siquiera la lengua en que los condenaban. El que hizo la bomba, no llevaba más que unos nueve meses de pisar esta tierra que quería ver en ruinas.

 Uno solo de los siete casado con una mulata que no llora, es norteamericano, y hermano de un general de ejército: los demás han traído de Alemania cargado el pecho de odio.

 Desde que llegaron, se pusieron a preparar la manera mejor de destruir. Reunían pequeñas sumas de dinero; alquilaban casas para hacer experimentos; rellenaban de fulmicoton trozos pequeños de cañería de gas: iban de noche con sus novias y mujeres por los lugares abandonados de la costa a ver cómo volaban con esta bomba cómoda los cascos de barco: imprimían libros en que se enseña la manera fácil de hacer en la casa propia los proyectiles de matar: se atraían con sus discursos ardientes la voluntad de los miembros más malignos, adoloridos y obtusos de los gremios de trabajadores: "pudrían,—dice el abogado,—como el vómito del buitre, todo aquello a que alcanzaba su sombra”.

 Aconsejaban los bárbaros remedios imaginados en los países donde los que padecen no tienen palabra ni voto, aquí, donde el más infeliz tiene en la boca la palabra libre que denuncia la maldad, y en la mano el voto que hace la ley que ha de volcarla: al favor de su lengua extranjera, y de las leyes mismas que desatendían ciegamente, llegaron a tener masas de afiliados en las ciudades que emplean mucha gente alemana: en Nueva York, enMilwaukee, en Chicago. En libros, diarios y juntas adelantaban en organización armada y predicaban una guerra de incendio y de exterminio contra la riqueza y los que la poseen y defienden, y contra las leyes y los que las mantienen en vigor. Se les dejaba hablar, aun cuando hay leyes que lo estorban, para que no pudiesen prosperar so color de martirio, ideas de cuna extraña, nacidas de una presión que aquí no existe en la forma violenta y agresiva que del otro lado del mar las ha engendrado.

 Prendieron estas ideas lóbregas en los espíritus menos racionales y más dispuestos por su naturaleza a la destrucción; y cuando al fin, como enseña de este fuego subterráneo, saltó encendida por el aire la bomba de Chicago, se vio que la clemencia equivocada había permitido el desarrollo de una cría de asesinos.

 Todo eso se ha probado en el proceso. Ellos que, salvo el norteamericano, tiemblan hoy, pálidos como la cal, de ver cerca la muerte, manejaban en calma los instrumentos más alevosos que han sugerido nunca al hombre la justicia o la venganza.

 No fue que rechazasen en una hora de ira el ataque violento de la policía armada: fue que, de meses atrás, tenían fábricas de bombas y andaban con ellas en los bolsillos "en espera del buen momento", y atisbaban al paso a los grupos de huelguistas para enardecerles con sus discursos la sangre, y tenían concertado un alzamiento en que se echasen sobre la ciudad de Chicago a una hora fija las carretadas de bombas ocultas en las casas y escondites donde los mismos que ayudaron a hacerlas las descubrieron a la policía.

 No embellece esta vez una idea el crimen.

 Sus artículos y discursos no tienen aquel calor de humanidad que revela a los apóstoles cansados, a las víctimas que ya no pueden con el peso del tormento y en una hora de majestad infernal la echan por tierra, a los espíritus de amor activo nacidos fatalmente para sentir en sus mejillas la vergüenza humana, y verter su sangre por aliviarla sin miramiento del bien propio.

 No: todas las grandes ideas de reforma se condensan en apóstoles y se petrifican en crímenes, según en su llameante curso prendan en almas de amor o en almas destructivas. Andan por la vida las dos fuerzas, lo mismo en el seno de los hombres que en el de la atmósfera y en el de la tierra. Unos están empeñados en edificar y levantar: otros nacen para abatir y destruir. Las corrientes de los tiempos dan a la vez sobre unos y otros; y así sucede que las mismas ideas que en lo que tienen de razón se llevan toda la voluntad por su justicia, engendran en las almas dañinas o confusas, con lo que tienen de pasión Estados de odio que se enajena la voluntad por su violencia.

 Así se explica que los trabajadores mismos temblaron al ver qué delitos se criaban a su sombra; y como de vestidos de llamas se desasieron de esta mala compañía, y protestaron ante la nación que ni los más adelantados de los socialistas protegían ni excusaban el asesinato y el incendio a ciegas como modos de conquistar un derecho que no puede ser saludable ni fructífero si se logra por medio del crimen, innecesario en un país de República, donde puede lograrse sin sangre por medio de la ley.

 Así se explica cómo hoy mismo, cuando los diarios fijaron en sus tablillas de anuncio el veredicto del jurado, no se oía una sola protesta entre los que se acercaban ansiosamente a leer la noticia.

 ¡Ay! ¡aquí los corazones no son generalmente sensibles! ¡aquí no hace temblar la idea de un hombre muerto por el verdugo a mano fría! ¡aquí se habitúa el alma al egoísmo y la dureza! pero se suele ver, como en los días de la agonía de Garfield, el corazón público, se suele sentir, como en los días del abolicionista Wendell Phillips, la pujanza con que se revela la conciencia nacional contra la injusticia o el crimen,—se ve crecer en un instante, como en los días de las huelgas de carros, la ira de la clase obrera cuando se cree injuriada en su decoro o su derecho.

 Y esta vez, ni un solo gremio de trabajadores en toda la nación ha mostrado simpatía, ni cuando el proceso, ni cuando el veredicto, con los que mueren por delitos cometidos en su nombre.

 Y es porque esos míseros, dándose a sí propios como excusa de su necesidad de destrucción las agonías de la gente pobre, no pertenecen directamente a ella, ni están por ella autorizados, ni trabajan en construir, como trabaja ella; sino que son hombres de espíritu enfermizo o maleado por el odio, empujados unos por el apetito de arrasar que se abre paso con pretexto público en todas las conmociones populares, pervertidos otros por el ansia dañina de notoriedad o provechos fáciles de alcanzar en las revueltas,—y otros, ¡los menos culpables, los más desdichados! endurecidos, condensados en crimen, por la herencia acumulada del trabajo servil y la cólera sorda de las generaciones esclavas.

 Aquí, a favor de la gran libertad legal, de lo fácil del escape en esta población enorme, de la indulgencia que envalentonó la propaganda anarquista, se reunieron naturalmente para su obra de exterminio esos elementos fieros de todo sacudimiento público: los fanáticos, los destructores y los charlatanes. Los ignorantes los siguieron. Los trabajadores cultos se retrajeron de ellos con abominación. Los obreros norteamericanos miraron como extraños a esos medios y hombres nacidos en países cuya organización despótica da mayor gravedad y color distinto a los mismos males que aquí los hábitos de libertad hacen llevaderos.

 El silencio amparó la obra siniestra.

 Y cuando llegaron para Chicago las horas de inquietud que en su justa revuelta por su mejoramiento está causando en todo el país la gente obrera, saltaron a su cabeza los hombres tenebrosos, vociferando, ondeando pañuelos rojos, azuzando a los desesperados, echando al aire la bomba encendida.

Continuará

Bibliografia:
La Nación. Buenos Aires, 21 de octubre de 1886

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