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EL PROCESO DE LOS SIETE ANARQUISTAS DE CHICAGO
Continuación y final.
Saltaron en pedazos los hombres rotos: murieron miembro a miembro desesperados en los hospitales: repudió toda la gente de trabajo a los que a sangre fría mataban en su nombre. Y hoy, cuando se anuncia el veredicto que los condena a muerte, se siente que en esta masa de millones hay todavía rincones vivos donde se hacen bombas, se reúnen en Nueva York dos mil alemanes a condolerse de los sentenciados, se sabe que no han cesado enChicago, ni en Milwaukee, ni en Nueva York los trabajos bárbaros de estos vengadores ciegos; pero las grandes masas no han alzado la mano contra el veredicto, ni el curioso indiferente que se acercara hoy a las tablillas de los diarios hubiera podido oír a un solo trabajador ni comerciante, ni una palabra de condenación o de ira contra el acuerdo del jurado.
El que más, el extranjero de alma compasiva, el pensador que ve en las causas, se entristecían y callaban.
Porque entre otras cosas, los peligros mismos que, a la raíz del proceso, corría el jurado, venían siendo garantía de que él no daría veredicto de muerte contra los anarquistas, a tener la menor posibilidad de evitarse así una inquietud para la conciencia y un riesgo para sus vidas. Si la evidencia no era absoluta, el jurado se aprovecharía de ello para no incurrir en la ira de los anarquistas.
Ya se sabe que el jurado aquí, como en todas partes, no es como los jueces, que viven de la justicia y pueden afrontar los peligros que les vengan de ejercerla con la protección y paga del orden social que los necesita para su mantenimiento.
Estos doce jurados, traídos muy contra su voluntad a juzgar a los jefes de una asociación numerosa de hombres que creen glorioso el crimen, y criminales a todos los que se les oponen, habían de temer con razón que los anarquistas, enfurecidos por la sentencia de sus jefes, llevasen a cabo las amenazas que esparcían abundantemente, mientras se estaba eligiendo el jurado.
Treinta y seis días tardó el jurado en formarse. Novecientos ochenta y un jurados hubo que examinar para poder reunir doce.
Reunidos al fin, siguió por todo un mes la sombría vista.
De noche reposaban los jurados en sus cuartos en el hotel, vigilados por los alguaciles que debían librarles de toda comunicación o amenaza: deliberaban: comentaban los sucesos del día: iban concentrando el juicio: se distraían tocando piano, banjo y violín. De día eran las sorpresas.
Ya era el norteamericano Parsons, a quien la policía no podía hallar, y se presentó de súbito en la sala del proceso, desaseado, barbón, duro, arrogante: ya era que iban perdiendo su seguridad aparente los presos, conforme el fiscal público presentaba en el banquillo como testigos a los cómplices mismos de los anarquistas, al regente de la imprenta del periódico que incitaba a la matanza, al dueño de la casa donde el recién llegado alemán hacia las bombas.
Una joven repartía un día a los presos ramilletes de flores encarnadas. La madre del periodista Spies oía día sobre día las declaraciones contra su hijo. El fiscal presentó en su propia mano una bomba cargada, de las que se hallaron en un escondite, fabricadas por uno de los presos, con ayuda del cómplice que lo denunciaba desde el banquillo.
Cada día se veían crecer las alas de la muerte, y se sentían más aquellos infelices bajo su sombra.
Todo se fue probando: la premeditación, la manufactura de los proyectiles, la conspiración, las excitaciones al incendio y el asesinato, la publicación de claves en el diario con este fin, el tono criminal de los discursos en la junta de Haymarket, la preparación y lanzamiento de la bomba desde la carreta de los oradores.
Estaba entre los presos el que la había hecho, ésa y cien más.
Los restos de la bomba eran iguales a las que los cómplices de los presos entregaron a la policía, y a las que tenía el periodista en su imprenta y enseñaba como una hazaña.
Los testigos de la defensa se contradijeron y dejaron en pie la acusación. Los testigos de la acusación eran amigos, compañeros, empleados, cómplices de los presos.
Sin miedo hablaron el fiscal y su abogado. Sin fortuna ni solidez hablaron los defensores. El juez dijo al jurado en sus indicaciones que el que incita a cometer un delito y a prepararlo es tan culpable de él como el que lo comete.
Anonadaba tanta prueba. Estremecía lo que se había oído y visto. Trascendía al tribunal el espanto público.
El jurado deliberó poco, y a la mañana siguiente los presos fueron llamados a oír el veredicto.
¡Pobres mujeres! La viejecita Spies, la madre del periodista, estaba en su rincón, mirando como quien no quiere ver. Allí su hermana joven. Allí la novia lozana de uno de los presos. Allí la mujer de Schwab, desdichada y seca criatura, el cuerpo como roído, de rostro térreo y manos angulosas, extraña en el vestir, los ojos vagos y ansiosos, como de quien viviese en compañía de un duende: Schwab es así: desgarbado, repulsivo, de funesta apariencia; la mirada caída bajo los espejuelos, la barba silvestre, el pelo en rebeldía, la frente no sin luz, el conjunto como de criatura subterránea.
Allí la mulata de Parsons, implacable e inteligente como él, que no pestañea en los mayores aprietos, que habla con feroz energía en las juntas públicas, que no se desmaya como las demás, que no mueve un músculo del rostro cuando oye la sentencia fiera. Los noticieros de los diarios se le acercan, más para tener qué decir que para consolarla. Ella aprieta el rostro contra su puño cerrado.
No mira; no responde; se le nota en el puño un temblor creciente; se pone en pie de súbito, aparta con un ademán a los que la rodean, y va a hablar de la apelación con su cuñado.
La viejecita ha caído en tierra. A la novia infeliz se la llevan en brazos. Parsons se entretenía mientras leían el veredicto en imitar con los cordones de una cortina que tenía cerca el nudo de la horca, y en echarlo por fuera de la ventana, para que lo viese la muchedumbre de la plaza.
En la plaza, llena desde el alba de tantos policías como concurrentes, hubo gran conmoción cuando se vio salir del tribunal, como si fuera montado en un relámpago, al cronista de un diario,—el primero de todos. Volaba. Pedía por merced que no lo detuviesen. Saltó al carruaje que lo estaba esperando.
—"¿Cuál es, cuál es el veredicto?"— voceaban por todas partes.—"¡Culpables!"— dijo, ya en marcha. Un hurra, ¡triste hurra!, llenó la plaza. Y cuando salió el juez, lo saludaron.
José Martí
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