(Foto de Internet)
A primera vista no es el autonomismo cubano un fenómeno histórico de fácil comprensión. La dureza de las sucesivas confrontaciones entre españoles y patriotas, culminadas en las dos guerras de 1868-1878 y 1895-1898, parece sugerir que sólo había dos fuerzas en presencia. El fuerte contenido nacionalista de la historiografía cubana en las cuatro últimas décadas refuer- za esa imagen dualista, en tanto que por parte española ha imperado, y sigue imperando, la amnesia. El hecho de que entre el convenio del Zanjón y el grito de Baire existiese una fuerza política, el Partido Liberal Autonomista, que concentraba los mayores apoyos de los insulares blancos, viene a perturbar las visiones propias de un nacionalismo reduccionista. O no debieron existir, o fueron simplemente, como explicó el historiador ortodoxo Ramón de Armas, los exponentes de una burguesía antinacional1. A fin de cuentas, ¡los autonomistas, a las guásimas!, es decir, hay que ahorcar a los autonomistas, fue un grito popular al terminar la guerra en 1898.
Las cosas eran más complicadas y los propios partidarios coetáneos de la independencia supieron verlo perfectamente. La guerra larga había agotado a los patriotas cubanos. Salvo para una minoría, los grupos sociales acomodados, aun cuando estuvieran poseídos de un sentimiento patriótico, creían suicida todo ensayo de una nueva insurrección. Además, la tolerancia implantada por el general Martínez Campos, sugería la posibilidad de alcanzar importantes reformas, incluso el autogobierno, por medios legales. Propietarios medios criollos, abogados, publicistas, quizás también los mismos masones -ejemplo, Antonio Govín, gran maestre y definidor del nuevo partido- decidieron emprender esa senda, bajo el estandarte de la bandera patriótica cubana de la autonomía, compatible a su juicio con la soberanía española. La creciente presencia norteamericana en la isla favoreció esa inclinación, frenada en cambio por el mantenimiento de un sistema de dependencia colonial abusivamente favorable a los peninsulares.
El principal obstáculo para los autonomistas residía en que esa tolerancia para su actuación pública no alcanzaba traducción efectiva, ya que los mecanismos caciquiles de la Restauración otorgaban la hegemonía en la isla al partido españolista, la Unión Constitucional, y Cánovas del Castillo, patrón del régimen, era visceralmente opuesto a la autonomía, en la que siempre vio el primer paso para la pérdida de la isla3. De ahí que la historia del autonomismo cubano esté plagada de lamentaciones por el nulo eco que sus quejas y propuestas lograban en Madrid. Ello justifica el goteo de militantes destacados que aun antes de 1895 abandonan la fe en el posibilismo del partido y anticipan el cambio de campo, frecuente durante la guerra, en dirección de las filas independentistas. Un prohombre del patriotismo cubano, Emilio José Varona, elegido diputado autonomista por el Camagüey en 1884, lo explicaba años después, convertido ya en protagonista de la independencia: «a pesar de las promesas de España y de los cambios de aparato que introdujo en el gobierno de Cuba después de 1878, los españoles europeos han gobernado y dominado exclusivamente la Isla, y han continuado explotándola hasta arruinarla»4. Varona había atravesado en 1895 el Rubicón, pero expresiones similares podían encontrarse en los más moderados dirigentes autonomistas, dada la nula receptividad de los gobiernos españoles a las iniciativas de cambio. El diputado autonomista Rafael Montoro lo anunciaba un año antes: «Pero si las reformas fracasan y una vez más se burlan las promesas hechas al país, nada podrá impedir que un reguero de pólvora se extienda de un extremo a otro de la Isla»5. Hasta el punto de que como subraya Luis Estévez y Romero, ese sentimiento de frustración provoca lo que será el anuncio de la insurrección en Oriente, al disolverse el 18 de enero de 1895 el Comité autonomista de Santiago. Era el signo de que «la suerte estaba echada, y que la Revolución estaba a las puertas.
(Continuará)
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