(Foto de Internet-Continuación y Final)
39. Los capítulos cuarto y quinto prestan especial atención a las tribulaciones de los autonomistas cubanos en el intento de que sus legítimas reivindicaciones fuesen escuchadas, tanto por las autoridades insulares como por el Gobierno de Madrid, y ello se extendió hasta el hecho de utilizar la palabra “autonomía” para definir los fines del Partido Liberal en la Isla, toda vez que hasta el uso de dicha palabra con la referida finalidad se había prohibido expresamente por disposición gubernativa (págs. 154 y ss.). En el contexto de esta lucha política se fue articulando la doctrina del Partido, como sobradamente demuestran los autores.
40. El capítulo sexto, que lleva por título “La hora de la palabra”, analiza la labor parlamentaria de los diputados del PLA en Madrid. Fue ésta una tarea harto compleja para los diputados cubanos, pues sus mociones chocaban constantemente contra el muro de la intolerancia y la incomprensión de sus ideas en el Congreso, a pesar de que exponían verdades como puños. Así las cosas, en 1886 intentaron juridificar sus principales reivindicaciones políticas para la Isla en forma de seis proposiciones de ley, entre las que destacaba una “sobre organización del Gobierno general de la Isla de Cuba”, de signo descentralizador (pág. 229). Como no podía ser de otro modo, dichas proposiciones de ley nunca cristalizaron normativamente. No obstante, la labor en el Congreso y en el Senado se reforzó a partir de la formación del denominado “grupo parlamentario autonomista”, que liderado por Rafael María de Labra permitió canalizar con inteligencia los intereses que el PLA representaba (págs. 230 y ss.), aunque con escasos resultados prácticos, en no poca medida debidos a la postura acomodaticia y extremadamente moderada de Labra, que acabó por exasperar a la dirección del Partido en Cuba.
41.A partir del capítulo séptimo los autores estudian el declive del PLA, y lo hacen a través del análisis de lo que consideran son sus principales síntomas de decadencia: los problemas del funcionamiento orgánico del Partido y las disensiones. Se caracterizaba el PLA por ser un partido de notables, con una estructura organizativa altamente centralizada, y una elite dirigente con vocación de perpetuidad. Esta situación, unida al crispado ambiente político que se vivía en la Isla a finales de la década de los ochenta, resultó el caldo de cultivo propicio para que se manifestaran las primeras disensiones internas, que sintomáticamente se escoraron hacia posturas independentistas (págs. 274 y ss). No obstante, el fantasma del anexionismo no dejaba de asomarse como otra alternativa posible, fruto todo ello del sentimiento de frustración política que gradualmente iba minando la fe autonomista de no pocos cubanos simpatizantes de esta opción.
42. El capítulo octavo se detiene en el estudio de las circunstancias que propiciaron lo que los autores denominan “el espejismo Maura”; esto es, los proyectos de reforma desarrollados a partir del momento en que Antonio Maura ocupa la cartera de Ultramar en el gobierno de Sagasta iniciado en diciembre de 1892. Maura, consciente de la gravedad del problema cubano, se plantea en primer lugar una reforma electoral que permitiera sacar del retraimiento al PLA, que en la práctica no tenía otra salida que la disolución. Obviamente, la dirección del Partido se aferró a este Proyecto como un náufrago a su tabla (págs. 313 y ss). Más adelante, en su afán de neutralizar los caldeados ánimos en la Isla, el ministro Maura promueve, en junio de 1893, un proyecto de descentralización administrativa para Cuba y Puerto Rico, que fue acogido con júbilo por los notables autonomistas (págs. 321 y ss.). Nuevamente se insuflaba el aliento de vida en el PLA, a la vez que se quebraba la unidad en las filas del Partido Unión Constitucional, nido del integrismo peninsular en Cuba (pág. 323). Pero, la postura intransigente de la elite política peninsular encabezada por Cánovas del Castillo y Romero Robledo bloqueó la discusión del Proyecto en el Congreso, y la reforma descentralizadora de Maura no llegó a cristalizar; ello propició que nuevamente el sentimiento de frustración política invadiera las filas del autonomismo cubano, en tanto que la situación de crisis se consolidaba en Cuba (págs. 328 y ss.).
43. En noviembre de 1894, al acceder Buenaventura Abarzuza al Ministerio de Ultramar, se manifiesta nuevamente una voluntad de reforma, aunque esta vez se intentaba transigir con las pretensiones del Partido Unión Constitucional. Obviamente esto disgustó a los autonomistas, que consideraron que esta postura significaría enterrar la reforma en cuestión (pág. 337). La discusión política suscitada en torno a la denominada “Fórmula Abarzuza” evidenció, una vez más, el enconado conflicto de intereses que se había incubado en la Isla, analizado por los autores a través de los discursos pronunciados por los participantes en el ciclo de conferencias sobre el problema antillano, organizado por Segismundo Moret en el Ateneo de Madrid en 1895 (págs. 342-350).28
44. La aprobación en el Congreso de la “Fórmula Abarzuza” no pudo detener el estallido de la insurrección en la Isla el 24 de febrero de 1895. La situación política en Cuba resultaba insostenible, y el tímido parche descentralizador zurcido en Madrid por Abarzuza y Romero Robledo fue incapaz de contener a los exaltados vientos independentistas que soplaban en la Gran Antilla. Tan compleja situación es estudiada por los profesores Bizcarrondo y Elorza en el noveno y último capítulo de la obra.
45. En este contexto político la actitud del núcleo dirigente del PLA fue coherente con la posibilista línea de actuación que hasta entonces había propugnado: a favor de la reforma Abarzuza y contra la insurrección (págs. 355 y ss.), razón ésta, entre otras, por la que la historiografía política contemporánea cubana les colocó el sambenito de “antipatriotas” y “anticubanos”. Desde una perspectiva estrictamente nacionalista ciertamente resulta comprensible esta calificación; desde una perspectiva que se precie de científica tal juicio de valor resulta discutible, como ya se ha apuntado. En este sentido el análisis que sobre el particular realizan los autores destaca por su objetividad y rigor científico, absolutamente libre de cualquier vana pretensión de erigirse en jueces del pasado.
46. En medio de esta vorágine, en la misma medida en que el sentimiento cubano se desbordaba por el aliviadero separatista, los notables autonomistas defendían a ultranza su identidad dual: cubano-española, definiendo al PLA como un partido cubano-español contrario al separatismo (págs. 357 y ss.). Ciertamente ellos, en su calidad de criollos, desarrollaron una conciencia diferencial que percibían y exteriorizaban a través del sentido de pertenencia a un grupo humano diferente al grupo peninsular colonizador, y en tal virtud se sentían cubanos, pero también españoles. Eran hijos de su tiempo, de una etapa histórica que se caracterizó por la coexistencia en Cuba de una soberanía española robusta con una identidad insular aún difusa. El influjo cultural español pesó más en ellos que la incipiente mulatidad sociocultural cubana, y esto, unido a sus intereses materiales y a su culto al orden jurídico determinó, a nuestro juicio, su postura política frente a la insurrección. Amaban a Cuba, pero a una Cuba blanca y española. Fueron, si se quiere, protagonistas de un estadio de tránsito entre la identidad española y la cubana propiamente dicha, y en consecuencia obraron; desde esta perspectiva no traicionaron a nadie, simplemente fueron consecuentes con las ideas que propugnaban, y con sus singulares circunstancias existenciales. En cualquier caso, con su actitud de condena a la insurrección únicamente dieron una prueba de coherencia respecto de lo que consideraban era la mejor opción para Cuba: la autonomía política en el marco de la soberanía española.
47. Pero, a la altura de las circunstancias de 1895 ya de poco valían las maniobras de contención autonomistas: la pujanza de la insurrección era evidente. No cabe duda de que con su postura la dirección del PLA se colocó en una difícil encrucijada: por un lado condenaban la insurrección, y por el otro las autoridades españolas los consideraban simpatizantes encubiertos del separatismo (pág. 359). Tal situación se hizo más compleja a partir de marzo de 1895, cuando Cánovas nuevamente accede al Gobierno. La intransigencia canovista dictó, desde dicho momento, las reglas del juego respecto a la guerra independentista en Cuba, ante lo cual el posibilismo autonomista poco podía hacer. En este callejón sin salida la sangría del autonomismo fue inevitable: bien hacia el exilio o bien hacia las filas del separatismo (págs. 371 y ss.). Fue, a nuestro juicio, el momento de decantación de la cubanidad. El aislamiento del autonomismo en la Isla iba cada día a más.
48. En 1897, ante el fracaso de la estrategia de aniquilamiento contra el separatismo cubano desarrollada por Cánovas, y después de la muerte de éste, una vez que Sagasta forma su nuevo gobierno, se impuso como prioridad buscar una solución de urgencia a la guerra de Cuba. Es así como, en un desesperado intento por preservar la soberanía española en la Isla, Segismundo Moret -en ese entonces titular de la cartera de Ultramar- se apresura a poner en marcha el régimen autonómico en la Gran Antilla (pág. 382). Así las cosas, el 27 de noviembre de 1897 se promulga la denominada “Constitución autonómica para las islas de Cuba y Puerto Rico”, estatuto en virtud del cual se concedía la autonomía política a las Antillas españolas. Es ésta una etapa especialmente interesante si se aprecia desde la perspectiva del Derecho Público, pero, lamentablemente, se ha hurgado poco en ella desde este ángulo de análisis. No obstante, los profesores Bizcarrondo y Elorza ofrecen un análisis bastante exhaustivo de la misma desde la perspectiva de la Historia política, que en definitiva es de lo que en esta obra se trata (págs. 388 y ss.).
49. Con esta crepuscular solución jurídico-política la Corona española jugaba su última baza en territorio cubano, pero, además de la intransigencia de las fuerzas insurgentes, un nuevo y mayor obstáculo comenzaba a alzarse ante esta desesperada maniobra táctica de Madrid: los intereses geoestratégicos de los Estados Unidos en la región. La suerte estaba echada. El presidente Mckinley se había propuesto que Cuba quedase en el área de influencia política norteamericana habida cuenta de su privilegiada posición geográfica, y en tal sentido desarrolló una estrategia política, diplomática y militar de acoso y derribo del poder español en las Antillas. Tras el aniquilamiento de la Armada española, el Tratado de París de 10 de diciembre de 1898 puso fin al conflicto bélico entre España y los Estados Unidos, disponiendo asimismo la renuncia de la Corona española “a todo derecho de soberanía y propiedad sobre Cuba”, y la constitución de un protectorado norteamericano sobre la Isla. De este modo, y desde una perspectiva jurídico-pública stricto sensu, la reivindicación autonomista cubana respecto al Estado español dejaba de tener sentido. La muerte política del autonomismo en la Isla era ya una realidad, como gráficamente concluyen los autores.
50.Pero aquí no concluye la obra: un epílogo y dos apéndices cierran la labor investigadora de los profesores Bizcarrondo y Elorza. En el epílogo los autores incursionan en un tema de singular interés para la historia de las ideas políticas en Cuba: la inserción de los autonomistas finiseculares en la vida política post-colonial (págs. 402-412). En el apéndice primero analizan la evolución ideológica del que fuera presidente de la Junta Central del PLA: José María Gálvez (págs. 413-420), en tanto que en el segundo y último apéndice (págs. 421-432) estudian la relevancia histórica del experimento autonómico de 1898, lo que hacen a través de la disección de los diferentes enfoques historiográficos que ha suscitado el tema: la visión española, la norteamericana y la cubana. Este último análisis, profundo y riguroso, en el que los autores desarrollan con brillantez su postura crítica sobre el particular –y que en mi modesta consideración debiera haber sido el décimo capítulo de la obra, y no un apéndice de la misma-, cierra magníficamente este estudio que es, a la vez, la mejor biografía política que hoy por hoy se haya escrito sobre el autonomismo cubano del último cuarto del siglo XIX.
V
51.En fin, el libro que nos ocupa, fruto de una investigación iniciada en 1995, ya desde el principio adelanta al lector que sus páginas contienen “la historia de un fracaso”, como lapidariamente sus autores califican a la historia del autonomismo cubano, si bien admiten con acierto que ésta también es la historia del esfuerzo de una elite insular “por configurar un país, una patria, sin renunciar al vínculo con una Metrópoli opresiva y obtusa” (pág. 18), que es lo mismo que decir que es la historia de una parte clave del proceso de afirmación de los sentimientos de la identidad cubana, de la conciencia diferencial de los hijos de la Gran Antilla, que en este caso se encauzan a través de la reivindicación de un espacio político propio en el marco del ordenamiento español decimonónico. Esto es, aunque a muchos historiadores cubanos contemporáneos les cueste asimilarlo, y, aún más, sean contrarios a esta idea, necesariamente hay que admitir que el proyecto político autonomista fue una de las claves de bóveda del proceso formativo de la identidad nacional cubana, en el complejo tránsito que se produjo en la Isla -a lo largo del siglo XIX- del sentimiento particularista al sentimiento de identidad cubana, y de éste al sentimiento nacionalista-independentista, que fue el que a la postre cristalizó por múltiples factores socio-políticos también destacados por los autores a lo largo de todo el libro.
52.Sólo por aportar esta nueva visión objetiva, rigurosa y ecuánime del proyecto político autonomista cubano -aunque muchos más son los méritos de esta obra, como se habrá podido apreciar- merece la pena su lectura, pues incontestablemente insufla nuevos aires a la historia política del XIX cubano, al quebrar el tan pernicioso enfoque nacionalista radical con que tradicionalmente se ha abordado este tema y ofrecer, por esta misma razón, una imagen histórica del autonomismo decimonónico insular más ajustada a su pretérita y compleja realidad. Quizás en una obra de aproximadamente estas características estaba pensando José María Chacón y Calvo cuando, en 1930, reclamaba con exquisito tacto a Rafael Montoro que escribiese la historia del Partido autonomista cubano,29 obra que nunca llegó a ver la luz como tal. Esta vez la solvencia académica de los autores, su rigor científico, así como su encomiable claridad expositiva han permitido la obtención de tan plausible resultado.
Bibliografia:
http://www.seminariomartinezmarina.com/ojs/index.php/historiaconstitucional/article/viewFile/179/169
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