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viernes, 15 de abril de 2011

Pacatería en la historia de Cuba . Por Alejandro Armengol


  Por demasiados años, los cubanos hemos sido cautivos de una visión decimonónica de la historia y una teoría del desarrollo que lleva a pensar que la evolución económica, social y política del país seguía un patrón de avance.
 Este determinismo coincide en la isla y el exilio, aunque con conclusiones opuestas.
 La situación imperante en la ''república mediatizada'' tuvo por fin lógico la revolución, se afirma desde la isla. Mientras tanto, en Miami se repite que la ''república'' avanzaba -con más o menos dificultades- por el camino del desarrollo, hasta ser destruida por la llegada de Fidel Castro al poder.
 En ambos casos, la ilusión republicana establece la guía. Para alcanzarla, tanto en Miami como en La Habana se justifican los afanes independentistas, sin importar los medios necesarios para lograr la deseada independencia.
 Un logro no propuesto de la revolución cubana es haber librado a varias generaciones de profesar una exaltación provinciana de la patria.
 Se trata de una paradoja dentro del proceso revolucionario, porque si algo se explota ideológicamente en Cuba es este nacionalismo decimonónico, que al final ha quedado como la última justificación de un proyecto zigzagueante.
 Por rechazo a los postulados revolucionarios, que se mostraron vacíos, hemos aprendido a desconfiar de los patriotas.
 El cuestionarse la trayectoria independentista -o al menos el analizar sin prejuicios patrioteros lo ocurrido- lleva a la conclusión de que la justificación final de la Guerra de Independencia fue la corrupción española imperante en la isla.
 Esta justificación se hace trizas tras las notables muestras de corrupción, que se han sucedido desde la instauración de la república hasta nuestros días, pero siempre queda la revancha de que los corruptos son -desde hace tiempo- los hijos del país y no los padres coloniales.
 El fracaso de la opción autonomista fue uno de los mayores males ocurridos en Cuba. Sólo ahora comienzan -todavía de una forma más o menos tímida- a ser publicados trabajos que destaquen este punto de vista.
 Bajar del altar a los patriotas, enterrarlos para que la nación cubana avance sin soportar la carga de la mitología independentista, no es la solución de todos los problemas. Pero sí un paso necesario. Es indispensable limpiar de pacatería y determinismo la historia del país.
 Esa limpieza siempre enfrenta un escollo difícil de superar en la figura de José Martí. Lo he intentado anteriormente y no temo repetirlo.
 Tanto los miembros del exilio como los representantes del régimen de La Habana encuentran en el mito martiano un elemento fundacional que no debe ser cuestionado: Martí constituye (lo ha sido por muchos años) no sólo la base sobre la que se levanta el ideal (republicano o revolucionario según el caso) sino también el canon literario imprescindible.
 Un enfoque más objetivo lleva a considerar a Martí como un pilar, pero no es el único dentro del universo cultural cubano.
 En la literatura de la isla no existe una figura similar a Shakespeare, Dante o Cervantes, que permita de forma fácil echar a un lado los rivales. Desde el punto de vista literario, Martí establece un paradigma difícil de imitar, por el valor de su escritura, pero no podemos considerarlo una referencia indiscutible.
 Si lo analizamos a partir de la narrativa, ésta es limitada y menor. Su teatro es pobre y su poesía enfrenta la competencia de Heredia y Casal. Es en los ensayos, críticas, crónicas, artículos, discursos y conferencias -así como en su extraordinario Diario de Campaña- donde alcanza su definición mayor.
 No se trata de rebajar a Martí, sino de separar la valoración de su obra literaria del peso ideológico.
 Tampoco la ideología martiana puede ser tomada como una guía a seguir, libre de altibajos.
Si bien el pensamiento martiano y su práctica revolucionaria están marcados por los ideales democráticos, el desinterés y el rechazo al caudillismo, hay en su exaltación al heroísmo, y en su concepción simplista del indígena y el ''hombre natural'', una tendencia romántica -del culto al héroe luego convertido en raíz torcida del fascismo- que incluso puede resultar peligrosa, cuando de ella se apropian, como ha ocurrido innumerables veces, demagogos y populistas.
 El mesianismo martiano y su romanticismo político pueden resultar funestos. Su sobrevaloración del campo frente a la ciudad y el culto a la pobreza son conceptos arcaicos.
 La lucidez de su análisis de la Conferencia Monetaria Interamericana de 1890 contrasta con el exceso de metáforas, alegorías y símiles de ''Nuestra América'' y ''Madre América'', en donde se sueña más que se describe una identidad nacional y latinoamericana, alejada de la realidad e imposible de alcanzar.
 Es lógico que el gobierno cubano no sólo defienda el culto al héroe y al sacrificio que domina en la obra martiana, sino que desde el principio lo incorporara a su agenda política. Cabe agregar en este sentido que el régimen de La Habana no distorsiona el pensamiento de José Martí, sino desvirtúa o inclina tendenciosamente algunos de sus elementos.
 La historia de Cuba ha sido víctima del oscurantismo y de escrúpulos excesivos, que en muchos casos obedecen a la conveniencia y el temor. Alejarse de estos enfoques resulta muy saludable.

Por qué fracasó la república que soñó Martí. Por Carlos Alberto Montaner. Tercera Parte y Final


(Foto de Internet- Una colaboración de Iván Leonard)
Continuación.
¿Por qué fracasó la República?
Sin embargo, ninguno de estos problemas era insoluble, y ya en ese momento la situación de Cuba era mucho más favorable que la de casi todos los países de América Latina y, en algunos aspectos, incluso superior a la de la propia España, como sucedía con los índices de alfabetización.
Tras la intervención americana, el país estrenó la independencia de manera organizada y con la administración pública saneada y en pleno funcionamiento. Ninguna de las repúblicas hispanoamericanas surgió a la independencia con ese grado de orden y legitimidad. Los cubanos, sin embargo, no supimos aprovechar la oportunidad. ¿Por qué? Tal vez, porque para lograr que se produzca el milagro de la gobernabilidad no basta con tener una buena Constitución y un grupo de líderes notables. El propio José Martí vio cómo fracasaba la Primera República española pese a contar con la excelente Constitución de 1869 y con figuras de la talla de Pi i Margall, Emilio Castelar y Nicolás Salmerón. Y si hubiera alcanzado los ochenta años de edad habría podido comprobar cómo se hundía la España de la Segunda República tras promulgar la avanzada Constitución de 1931 (inspiración de la cubana de 1940), aun cuando en las Cortes o en el Ejecutivo comparecían personas del calibre de José Ortega y Gasset, Fernando de los Ríos o Manuel Azaña.
Es hoy, más de un siglo después de iniciada la República, que podemos entender mucho mejor qué pasó en el país y por qué aquella ilusionada aventura acabó en el desastre. Hoy sabemos de manera fehaciente, de la mano de estudiosos como Douglass North, Premio Nobel de Economía en 1993, del papel básico de las instituciones en el desarrollo económico, y de la importancia insustituible que tiene un buen sistema judicial para que una sociedad consiga prosperar estable y armónicamente. Hoy manejamos el concepto de capital cívico, desarrollado por el sociólogo Robert Putnam, profesor de Harvard, y sabemos que una sociedad en la que la mayor parte de las personas que la componen suscribe valores democráticos, se coloca bajo el imperio de la ley y se agrupa espontáneamente en organizaciones de la sociedad civil para defender causas comunes alcanza mucha más estabilidad que aquéllas que tienen otro tipo de comportamiento.
En nuestros días, tras observar con admiración los impresionantes milagros de postguerra –Alemania, Italia, Japón–, hemos podido estudiar, además, los casos exitosos de naciones que han pasado de la dictadura a la democracia, y de la pobreza a la riqueza y el desarrollo, en el curso de pocos años –Corea del Sur, Taiwán, España, Chile–, y no ignoramos cómo países como Irlanda o Nueva Zelanda –democracias anquilosadas– han conseguido reactivar enérgicamente sus economías, mientras otra nación extraordinaria, Israel, en pocas décadas lograba reinventarse en pleno desierto, conjugando la democracia con un altísimo desarrollo tecnológico y económico en medio de continuas guerras, y bajo el acoso permanente de numerosos enemigos. Simultáneamente, hemos logrado examinar el complejo proceso de cambio de régimen que va desde el comunismo totalitario y el igualitarismo a la democracia y el mercado, y hemos visto el resurgimiento ejemplar de países como Estonia, Eslovenia, la República Checa, Eslovaquia o Polonia, y ya nadie bien informado duda sobre cuál es la fórmula para crear riquezas, o –por la otra punta del fenómeno– cómo se destruye, malgasta o se impide su creación. En otras palabras, viendo lo que otros han hecho bien, podemos deducir exactamente lo que nosotros hicimos mal entre 1902 y 1959, hasta que se produjo el descalabro que nos trajo la dictadura comunista, y con ella la devastación material del país, la muerte violenta de varios millares de cubanos, el exilio de otros dos millones y el sufrimiento de casi toda la población.
Sin embargo, si hubiera que elegir la causa fundamental del fracaso de la República cubana nos daríamos de bruces con una singularísima paradoja: el gran error que cometió la sociedad cubana no estuvo en la identificación y denuncia de los males que exhibía el país, dado que eran plenamente conocidos –corrupción, violencia política, impunidad, violación constante de la legalidad vigente por parte de quienes tenían que hacerla respetar–, sino en el remedio con que se pretendió corregir esa clase de comportamientos delictivos. Casi desde el inicio mismo de la República se abrió paso entre los cubanos, de manera arrolladora, el culto por la revolución. Algún día, por medio de la violencia revolucionaria –soñaban numerosos cubanos–, llegarían al poder un hombre o un grupo de hombres que impondrían el orden, la justicia y el buen gobierno a punta de pistola, redescubriendo la mítica república supuestamente soñada por Martí, mientras mágicamente crearían las condiciones para que se multiplicaran las oportunidades laborales y los cubanos fueran prósperos.
Los cubanos, en general, no entendían que el buen gobierno difícilmente puede surgir del desorden, la violencia y la ingeniería política y económica diseñada por los afiebrados revolucionarios, unas personas generalmente dotadas de un débil instinto laboral, usualmente afectadas por espasmos fundacionistas que los precipitan a tratar de rehacer incesantemente la realidad de acuerdo con sus más delirantes fantasías. Tampoco entendían que las buenas oportunidades económicas y la verdadera generación de riqueza están vinculadas a la enérgica creación de empresas en el ámbito privado que agreguen valor a la producción de manera sistemática, lo que exige la existencia y cuidadoso mantenimiento de un medio social, jurídico, financiero y académico hospitalario con este complejo objetivo.
El problema, pues, radicaba en los valores, creencias y actitudes prevalecientes en la sociedad cubana, tan poco afines con la fragilidad del diseño institucional republicano. Sencillamente, no es posible sostener una república si el conjunto de la sociedad, o al menos la inmensa mayoría de quienes la componen, no está dispuesta a acatar las reglas y a sancionar penal y moralmente a quienes las violan.
Estos papeles comienzan por una cita de Simón Bolívar: "La destrucción de la moral pública causa bien pronto la disolución del Estado". Y así es, aunque al apotegma del venezolano debe agregársele un matiz: ese fenómeno ocurre con mucha más rapidez si se trata de una república democrática. ¿Por qué? Porque la supervivencia de un modelo de Estado y de gobierno fundado en el consentimiento de las personas y no en la imposición forzada tiene necesariamente que cumplir con los objetivos para los que fue creado. ¿Por qué tantos cubanos apoyaron acciones violentas contra la República –alzamientos, golpes militares, incluso asesinatos–, o reaccionaron con total indiferencia ante ellos? ¿Por qué no se escandalizaban ante esos y otros hechos altamente reprobables? Probablemente, porque una parte sustancial de los cubanos no sentía que ese orden constitucional destrozado les pertenecía, o que ese Gobierno ilegítimo que alcanzaba el poder iba a ser muy diferente al que había sustituido violentamente.
Si los cubanos optaron por esperar a un Mesías revolucionario que enderezara el país de una vez por todas es porque dejaron de creer en las instituciones republicanas con cada pucherazoelectoral que se producía, con cada injusticia que contemplaban, con cada descarada violación de la ley que quedaba impune. Llegó un punto, tal vez muy temprano en nuestra corta historia republicana, en que la sociedad, simplemente, dejó de creer que el Estado surgido en 1902, ese espacio común donde se produce la convivencia pública de los ciudadanos, podía servir para reflejar sus ideales y defender sus intereses. Fue entonces cuando comenzó a creer en la revolución, sin advertir que ése era el camino de la arbitrariedad y el fin del ideal republicano que, precisamente, había sido el sueño de Martí.
Ojalá hayamos aprendido la lección. Debemos recordar, cuando nos llegue, otra vez, el momento de estrenar la libertad, que fuera del cumplimiento de la ley, fuera de las instituciones de Derecho, sólo queda el abismo. El abismo al que nos precipitamos voluntaria e insensiblemente hace ya casi medio siglo.

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