En 1868 estalló un movimiento insurreccional en Cuba conocido como "el grito de Yara". Los sublevados exigían la autonomía de la isla y la abolición del tráfico de esclavos (que tanto lucro había dado a comerciantes españoles y criollos) y contaron con el apoyo de su vecino del norte, los Estados Unidos. El convenio de Zanjón en 1878 selló una paz precaria, pero que permitió a burgueses españoles y cubanos orientar sus negocios hacia el azúcar. La paz trajo consigo la abolición de la esclavitud en 1886 (anque siguieron vendiéndose esclavos de forma ilegal) y reconoció el derecho de los cubanos a enviar diputados a las Cortes de Madrid.
Pero la nueva política proteccionista dictada en 1891 sentó muy mal entre la burguesía criolla cubana, que vio notablemente perjudicado su comercio con Estados Unidos. El malestar se hizo patente con una nueva oleada de insurrecciones contra las autoridades españolas en 1895 (el llamado "grito de Baire"), en parte azuzadas desde Estados Unidos, cuyo gobierno ya había propuesto a España la venta de Cuba. En una de las refriegas murió el líder independentista cubano, José Martí. Ese mismo año también se sublevaban los filipinos exigiendo su independencia.
Cánovas optó por la mano dura. La durísima represión del general Weyler en Cuba desprestigió a España ante la opinión pública internacional. El gobierno de Estados Unidos aprovechó la ocasión para apoyar directamente a los independentistas cubanos, con la esperanza de extender su área de influencia en el Caribe y de abrir nuevas vías comerciales para los productos norteamericanos. Estados Unidos, a estas alturas, además, quería establecer una cabeza de puente en el Pacífico (las Filipinas), una zona que también consideraba de alto interés geoestratégico.
Sagasta, de nuevo en el poder en 1897, cesó a Weyler, cambió de política e intentó dar un estatuto de autonomía a Cuba, pero ya era demasiado tarde. La prensa norteamericana había creado ya el oportuno clima de guerra (en particular los medios controlados por el empresario W.R. Hearst, que Orson Welles se encargaría de inmortalizar en Ciudadano Kane) y sólo había que esperar el momento propicio. Éste llegó el 15 de febrero de 1898 con el estallido del crucero Maine frente a las costas de La Habana, que causó 264 víctimas. Aunque las causas de la explosión jamás estuvieron claras, el gobierno de Estados Unidos culpó a España de lo ocurrido. McKinley, presidente de los Estados Unidos, presentó un ultimátum inaceptable para el gobierno español y declaró la guerra.
La contienda no pudo ser más breve. Aunque la prensa española llegó a transmitir la idea de que era posible vencer al gigante yanqui, los norteamericanos destruyeron la flota española en el Pacífico el 1 de mayo de 1898 y dos meses después hicieron lo propio con la escuadra de Santiago de Cuba. España tuvo que rendirse. No hubo demasiadas bajas en la refriega militar, 320 muertos y 150 heridos.
La paz de París, firmada el 10 de diciembre de 1898 reconocía la independencia de Cuba y obligaba a España a ceder a Estados Unidos las islas Filipinas, la isla de Guam y Puerto Rico. España también se vio forzada a vender algunos de sus archipiélagos en el Pacífico, como las Carolinas, las Marianas y las Palaos, aunque en este caso el comprador fue Alemania. España perdía así los últimos restos de su Imperio colonial y pasaba a ocupar un puesto más que modesto dentro del concierto internacional.
A pesar de que se ha denominado "desastre del 98" esta pérdida de las últimas posesiones en Ultramar, y que ese desastre fue percibido como tal en la conciencia colectiva, los historiadores tienden actualmente a rebajar el alcance real de esa supuesta hecatombe.
La crisistuvo una vertiente mucho más política e intelectual que económica o social. La economía española, de hecho, se estremeció poco con la pérdida de las últimas colonias, e incluso gozó de un cierto dinamismo en los años posteriores; lejos de ser un desastre, la repatriación de capitales cubanos permitió por el contrario la fundación de bancos como el Hispano- Americano (1900), el Español de Crédito (1902), el de Vizcaya (1901), el Central (1918). El cataclismo social que algunos auguraban tras la pérdida de Cuba, tampoco se produjo. Hubo algaradas y protestas, pero no más llamativas que otras anteriores o posteriores.
En cualquier caso, la pérdida de Cuba traumatizó la conciencia un nutrido grupo de intelectuales, políticos y periodistas, para quienes había llegado el momento de "regenerar" España y de reformar a fondo el sistema político de la Restauración, una democracia que no era verdadera ni real. Para los intelectuales de la llamada "generación del 98" (Miguel de Unamuno, Ramiro de Maeztu, Ramón María del Valle Inclán, Pío Baroja, "Azorín", Ángel Ganivet etc.) España habría tocado fondo. Haría falta un nuevo impulso, un "despertar" político, social y cultural, una "regeneración" nacional.
En suma, la dimensión del "desastre" fue más bien una fabricación consciente por parte de los creadores de opinión, que en aquella época eran intelectuales y periodistas. La mayor parte de la prensa, movida por un patriotismo en ocasiones excesivo, quiso parangonar España con países de la talla de Gran Bretaña o Alemania, claramente superiores al nuestro, pero se ocultó o minimizó el hecho de que nuestro desarrollo político y económico a lo largo del siglo XIX había sido relativamente bueno comparado con el que tuvieron los países "meridionales" más próximos.
El regeneracionismo, pese a sus defectos y manipulaciones, fue un movimiento plural, complejo y muy contradictorio. Su lógica responde a un esquema algo simplista basado en hechos, causas y soluciones. En este último apartado es justamente donde hubo mayor debate entre los regeneracionistas. Algunos defendieron la necesidad de "europeizar" España, de abrirla a los países de su entorno más desarrollado (por ejemplo, Joaquín Costa y más adelante, José Ortega y Gasset), pero otros prefirieron buscar la esencia española en sus tradiciones y en su pasado, presuntamente manchado por el liberalismo durante el siglo XIX (Maeztu, Azorín). En líneas generales, sin embargo, los regeneracionistas trataron de enlazar tradición y cambio.
También en la clase política hubo "regeneracionistas" comprometidos con la reforma del corrupto sistema de la Restauración. Entre ellos cabe citar a Francisco Silvela, y con más rotundidad, a Antonio Maura y José Canalejas.
Bobliografía:
La España de la Restauración.
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