(Foto de Internet, casa de indianos en España, Museo)
Eran inconfundibles, orondos, sonriendo a diestro y siniestro, enseñando un puñado de dientes de oro que les iluminaban la boca y con sus leontinas, también de oro puro, colgándoles del chaleco descaradamente. Con el veguero entre los labios, bien machacado, babeado de gusto a punto de apagarse, y el jipijape cubano cubriéndoles la cabeza. Con las barrigas hinchadas como bombos de tanto arroz con frijoles y tanta yuca y quimbombó. Y es que la mayoría venía de Cubita la Bella que por aquel tiempo era la niña bonita de la emigración, mucho antes que Venezuela se ganara a pulso el honroso sobrenombre de la Octava Isla Canaria. Los indianos por aquel entonces regresaban con sus pesos contantes y sonantes amarrados en la faltriquera, producto de tantos años chapando caña bajo soles de justicia, sudando en los trapiches o participando en las faenas del tabaco. En cuanto avistaban en el horizonte la silueta del Teide se les ponía un nudo en la garganta, mientras asomados a la borda le enviaban racimos de besos volados. Ya en tierra, cantaban el himno del regreso con música y ritmo de la chamelona mientras respiraban, todos de golpe y con ansias, los viejos aires del terruño, añorados una y mil veces en los años de la lejanía. Y después, a buscar aposento en el lugar que los vio nacer.
Allí, en sus pueblos de origen, contoneándose como pavos reales, se construían casas nuevas con más ventanas y las puertas de entrada más anchas que las que dejaron. Después se sentaban junto a ellas, en los atardeceres, a contarle a los vecinos lo bien que se vivía en Santiago, el mucho trabajo que había en Camagüey, cuánto había crecido La Habana y lo hermosas que eran las mulatas.
Los barcos de la emigración:
Algunos volvieron derrotados y en silencio se perdieron por los vericuetos de la isla. Otros se quedaron allí para siempre y algunos tuvieron la mala fortuna de naufragar, durmiendo el sueño eterno en el fondo de los mares. De una de esas tragedias se salvó por los pelos mi tiobisabuelo Domingo Almenar, que viajaba en el Valbanera, barco de emigrantes al que un ciclón tropical hundió frente a las costas del norte de Cuba, después de que mi pariente, con otros pasajeros más, decidiera desembarcar en Santiago, primera escala que hizo el navío antes de seguir hacia La Habana. Por aquella época determinados barcos traían y llevaban a los canarios a la otra orilla de la mar océana. Era la flota tan conocida por todos que conformaba el espíritu de a emigración en los primeros años del siglo XX, y sus nombres o su presencia solían evocar recuerdos imborrables.
La figura de alguno de aquellos paquebotes que aún seguía haciendo la ruta de Cuba se quedó grabada para siempre en mi primera juventud. Sobre todo la de las dos estrellas de la Compañía Trasatlántica Española: el Magallanes y el Marqués de Comillas. Una mañana, mi padre me llevó al muelle a ver al Magallanes, cuando en 1930, hizo escala por primera vez en Santa Cruz, camino de La Habana. Más tarde, al Marqués de Comillas lo pude contemplar en varias ocasiones antes de que empezara el declive de la época dorada de la emigración a las Antillas. A partir de entonces, el Marqués de Comillas se dedicó a la desagradable tarea de cargar soldados isleños para la Península, en los días aciagos de la Guerra Civil.
El espectáculo de la llegada de los indianos al viejo muelle santacrucero, le tomó el relevo, unos años más tarde, la presencia de dos grandes trasatlánticos cargados de chonis, a los que les esperaba la cháchara y el chalaneo de los cambulloneros, ofreciendo pájaros canarios enjaulados, haciendo toda clase de trueques con los rubios de la legendaria Albión y poniendo la primera piedra al auge turístico de la isla con esa industria que ha sido capaz de engrandecer su fisonomía. El transcurrir de los días fue dejando atrás la entrañable y familiar presencia de los indianos, cuando pasaban por las calles convertidos en figuras fuera de lugar, repartiendo envidia a manos llenas y hablando con excesiva familiaridad de José Martí, al que llamaban nuestro héroe nacional. Algunos hasta le habían puesto cadencias criollas a su voz, y otros cambiaron la Isa por las Habaneras, entonándolas con la misma tristeza como si aún desde la otra orilla estuvieran añorando la tierra madre. Ya, pasado el primer cuarto del siglo XX, el paso de los indianos y del turismo le fueron dejando a la isla una nueva dinámica, amortiguando las distancias, como si el mundo entero lo tuviéramos al alcance de la mano. Mientras, el apodo de cubano se fue prodigando por pueblos y campos del archipiélago canario como si fuera un apellido más de los que integraban nuestra estirpe.
Leocadio Machado colabora en el Diario de Avisos
Bibliografía:
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