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miércoles, 13 de abril de 2011

Por qué fracasó la república que soñó Martí. Por Carlos Alberto Montaner. Primera Parte


(Foto de Internet. Una colaboración de Iván Leonard)
Conferencia pronunciada por al autor en el Instituto de Estudios Cubanos y Cubano-Americanos de la Universidad de Miami el 28 de enero de 2008.
La destrucción de la moral pública causa bien pronto la disolución del Estado.
(Simón Bolívar)
Durante el primer medio siglo de vida independiente, los cubanos solíamos referirnos nostálgicamente a "la república que soñó Martí". Era un recurso retórico generalmente utilizado para quejarnos de la realidad política y social del país. Lo que allí sucedía, aparentemente, no era lo que Martí se había propuesto crear. Algo había salido mal. Algo no había funcionado. ¿Qué sucedió? ¿Qué era lo que tenía Martí en la cabeza cuando convocó a la lucha por la independencia en 1895, y por qué embarrancó aquel proyecto que tanta sangre y sacrificio costara? Los papeles que siguen tratan de responder esas dos preguntas.
La forja de un nacionalista romántico

A los 16 años, en 1869, Martí tuvo su primer encontronazo con la justicia española por defender la independencia de Cuba. Probablemente, entonces pesaba más en él la influencia de su admirado maestro Rafael María Mendive, director de la escuela San Pablo, que la de sus padres españoles. Mendive, ex discípulo de José de la Luz y Caballero en el legendario colegio El Salvador, era un intelectual de personalidad agradable, buen poeta romántico, mientras que don Mariano, el padre de Martí, era un militar de bajo rango, limitada educación y no muy buen carácter, de manera que es explicable que aquel niño sensible y extremadamente inteligente que fue Martí, sin advertirlo, y sin dejar de profesar un gran cariño a su padre, haya efectuado psicológicamente un cambio de modelo paterno, colocándose bajo la autoridad moral de su admirado maestro y mentor.
Martí se hizo poeta romántico y se decantó como un nacionalista cubano de la mano de Mendive. La poesía, el romanticismo y el nacionalismo, al fin y al cabo, eran categorías vecinas que casi siempre iban juntas. Su mundo adolescente –y ahí está el poema Abdala como prueba– es un universo de arquetipos heroicos, de exaltación de figuras valientes y entregadas al sacrificio, gente toda maravillosa a la que se debía emular. Esa visión formaba parte de la sensibilidad romántica, y Martí la había adquirido en la casa de Mendive, a veces en el patio del colegio, donde los muchachos recitaban los versos patrióticos del maestro. Allí, quizás, también decidió que el desinterés económico era una virtud extraordinaria, cuando vio a su amado profesor empeñar su reloj "para prestarle seis onzas a un poeta necesitado. Y luego –dice Martí– yo le llevé un reloj nuevo, que le compramos los discípulos, que le queríamos; y se lo di llorando".
Esa primera patria a la que se asoma Martí es pura emoción, puro romanticismo espiritual y estético. Es en esa etapa y dentro de esa atmósfera psicológica donde Martí comienza a sentirse cubano. Naturalmente, pudo haber sido de otro modo si el azar no lo hubiera colocado en un medio criollo y patriótico. Al fin y al cabo, su madre, doña Leonor Pérez, era canaria, su padre, don Mariano, era un militar valenciano, él era el primogénito de la familia y había viajado a España siendo niño, lo que pudo acercarlo más a esas raíces. Don Mariano incluso había participado activamente en la lucha contra la expedición de Narciso López durante el primer intento violento de los cubanos por separarse de España, y es posible que la primera versión de esos hechos que el niño escuchara respaldara la visión integrista de los peninsulares.
De alguna manera, para Martí ser cubano fue una elección en la que no faltaron agónicas contradicciones. Para él, ser cubano era una identidad escogida, no heredada. Sus circunstancias personales, al menos dentro de las cuatro paredes del hogar, eran muy españolas. Muy integristas, como entonces se decía, aunque probablemente sin gran contenido ideológico. No parece que Mariano o Leonor participaran apasionadamente de ese debate, y ambos fueron siempre muy solidarios con el hijo amado, pero la familia tenía en el centro de La Habana una casa radicalmente española, como sucedía en decenas de millares de hogares habitados por españoles o por hispano-cubanos en aquella Antilla.
En todo caso, hasta ese punto –16 años, poca formación– lo que Martí sueña es con que Cuba se autogobierne y sea independiente. Sueña con una nación. Eso es lo que ha aprendido en la escuela. Eso es lo que escucha a su maestro Mendive. Todavía, lógicamente, no se ha planteado en qué tipo de Estado podría encarnar esa nación. No tiene edad ni lecturas para una reflexión de esa naturaleza. Sin embargo, junto a la defensa del derecho a la independencia y al autogobierno, Martí se ha acercado a las ideas liberales, que solían ser las de los partidarios de los cambios. Mendive, como casi todos los patriotas de su época, y como una buena parte de la población española, pero de la radicada en España, era eso: un liberal.
En efecto, desde principios del siglo XIX, y aun antes, desde fines del siglo XVIII, la sociedad española se fue alejando paulatinamente del pensamiento del antiguo régimen −absolutista, defensor de la soberanía real en lugar de soberanía popular, fanático en materia religiosa, carente de libertades, aristocrático− para dar paso a la mentalidad propia de los Estados modernos caracterizados por los valores opuestos surgidos de la Ilustración: defensores del control del Parlamento sobre los gobernantes y de la autoridad emanada de la voluntad popular, partidarios de los métodos electorales democráticos, tolerantes en las cosas del espíritu (de ahí el auge de la masonería entre los liberales y los independentistas) y respetuosos de los derechos individuales tal y como se consignaron en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano proclamada en Francia o en el Bill of Rightsestadounidense.
Ese debate se dio en Cuba de una manera clarísima en torno a la Constitución de Cádiz de 1812, y cuajó, una década más tarde, en la cátedra de Derecho Constitucional que el presbítero Félix Varela dictó a aula llena en La Habana, en el Seminario de San Carlos. Es verdad que Fernando VII se encargó de hacer abortar ese movimiento renovador de la cosmovisión hispana −Cuba incluida−, pero tras su muerte, ocurrida en 1833, alcanzaron el poder diversas parcelas del liberalismo (a veces encarnizadamente enfrentadas) y comenzó aceleradamente en España y en Cuba el desmantelamiento de la vieja mentalidad.
El mismo año en que Martí nació: 1853, murió en España Juan Álvarez Mendizábal, un prominente político liberal que en 1836 (había regresado del exilio dos años antes) desamortizó−literalmente: sacó del mundo de los muertos− las enormes propiedades en manos de la Iglesia Católica, privando a ésta de los recursos materiales con que contaba y poniendo en marcha un irreversible proceso de secularización que también afectó al clero en las colonias antillanas. Tal vez los cubanos de nuestros días lo ignoren, pero aquel capitán general Miguel Tacón, llegado a la Isla en 1834 para instaurar un régimen de control policiaco realmente severo, se consideraba un liberal, como liberal fue, y de los importantes, Leopoldo O'Donnell, cruel represor en Cuba durante la Conspiración de la Escalera (1844) pero notable reformador liberal en la España de su tiempo.
La primera república que Martí conoce.

Esa contradicción −liberales en España y reaccionarios en Cuba− la observó José Martí cuando tenía 20 años y era un universitario desterrado en la Madre Patria. Es importante entender el paralelismo: en octubre de 1868 estalla en Cuba la llamada Guerra de los Diez Años; Martí es detenido, juzgado y condenado a seis años de cárcel por firmar una carta en la que llama "apóstata" a un compañero de estudios, Carlos de Castro y Castro −profética reiteración−, por haberse enrolado en el ejército español para combatir a los insurgentes, y le recuerda que él, Castro, es un discípulo de Rafael María Mendive, lo que le obligaba a un comportamiento honorable y patriótico.
En ese mismo año, un mes antes, en septiembre, triunfa en España la Revolución Gloriosa, encaminada a imponer por la fuerza los valores liberales a la Monarquía española. De los siete firmantes de la proclama que anuncia el levantamiento, tres han ejercido, o ejercerán pronto, el mando en Cuba: Francisco Serrano –el llamado General Bonito, ex amante de la reina despojada de su trono−, Domingo Dulce y Antonio Caballero de Rodas. Otro de los firmantes, Juan Prim –ex capitán general en Puerto Rico, donde gobernó con la punta de la fusta–, tuvo una cierta amistad con Carlos Manuel de Céspedes, de cuando el bayamés vivía en Barcelona. Los cubanos independentistas, pues, tenían derecho a albergar cierto optimismo.
Exiliada la reina Isabel II y derrocada la dinastía, los golpistas buscan a otro monarca en alguna casa reinante europea. La condición es que se someta a la autoridad del Parlamento, que sea demócrata y católico. Por fin, encuentran a un príncipe italiano de la Casa de Saboya, hijo del rey de Italia, quien en noviembre de 1870, tras ser elegido por la mayoría del Parlamento español, jura su cargo como Amadeo I. Cuba, pues, tiene un rey italo-español, y parece ser el monarca perfecto: liberal, masón (con licencia papal) y tolerante. Previamente, en 1869, las Cortes han aprobado una Constitución absolutamente liberal, en gran medida inspirada en la de Estados Unidos. Todos los derechos fundamentales han sido consignados en el texto.
Lo que parece querer la sociedad española es democracia, libertades, orden y progreso. Lo mismo que la cubana. El experimento, sin embargo, fracasa penosamente: la guerra en Cuba, las conspiraciones de los militares, las divisiones entre las distintas facciones liberales, los republicanos, los conservadores, los carlistas y los isabelinos (partidarios de la reina depuesta), hacen al país ingobernable. "Esto es una jaula de locos", exclama, desesperado, más de una vez, el pobre rey italiano. Por fin, en febrero de 1873, abdica y regresa a Italia, e inmediatamente se declara la primera república española.
Entre las personas que viven apasionadamente esos hechos en España está José Martí, entonces un joven estudiante universitario de apenas 20 años que ya comienza a darse a conocer y a publicar artículos en la prensa. Martí espera que la república española reconozca a la república cubana. Le parece lógico y coherente. Sólo cuatro días después de proclamada la República, el 15 de febrero de 1873, Martí da a conocer su ensayo La república española ante la revolución cubana. Le resulta inconcebible que quienes invocan los principios democráticos de la soberanía popular para cambiar el régimen en España nieguen a los cubanos esos mismos derechos para reclamar la creación de una república independiente. Martí no usa el término, porque entonces no existía, pero hace una clara defensa del "derecho a la autodeterminación".
Sin embargo, la experiencia de esa primera república española debe de haber sido contradictoria para Martí: se exacerban todos los conflictos internos en la Península, pero muy especialmente los de carácter étnico y regional. Federales y unitarios se van a la greña. El Parlamento trata de imitar el sistema federal norteamericano y aprueba unas reglas que conceden una enorme dosis de autonomía a las regiones, pero lo que sucede es que España casi se desintegra en una lucha que incluye conspiraciones militares, graves problemas sindicales, renovación de las guerras carlistas, intentos de golpe de estado y la pintoresca y sangrienta insubordinación del cantón de Cartagena, en Murcia, con el consecuente bombardeo de Almería por parte de los insurrectos, quienes, entre otras locuras, piden ser anexionados por Estados Unidos. Es en ese clima caótico donde se justifica la frase lapidaria y desesperada, aunque escasamente elegante, con que el primer presidente de la República, el catalán Estanislao Figueras, había renunciado a su cargo meses antes de estos hechos, largándose subrepticiamente a París: "Estoy hasta los cojones de todos nosotros".
Realmente, visto a siglo y medio de distancia, lo que parece asombroso es que España, colocada al borde del colapso, simultáneamente hubiera podido mantener en Cuba una guerra colonial terriblemente impopular y costosa. En ese momento Martí ya ha terminado sus estudios, y con el auxilio económico de Fermín Valdés Domínguez decide abandonar España, rumbo a Francia. Transcurría el mes de diciembre de 1874 y naufragaba la República con gran pena y sin ninguna gloria. Pocos días más tarde, casi al terminar el año, el general Arsenio Martínez Campos, para alivio de casi todo el país, puso fin al fallido intento republicano y dio inicio a la restauración de los Borbones, con el auxilio astuto de don Antonio Cánovas del Castillo.
(Continuará)

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